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La fórmula secreta

En medio de una crisis cinematográfica que parecía perpetuarse, en 1965, la Sección de Técnicos y Manuales del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica de la República Mexicana lanzó una convocatoria inédita hasta entonces: el Primer Concurso de Cine Experimental. El crítico de cine más experimentado del país fue llamado a la mesa para evaluar a los concursantes: el exiliado valenciano Francisco Pina, provo tórico literario que pasaría por padre de la crítica de cine en nuestro país. No obstante se disculpa por no poder “calificar” el cine mexicano y recomienda a Jorge Ayala Blanco (el crítico más joven de México) para dicho trabajo.

A continuación se revela lo que el joven Ayala Blanco –hoy convertido en la bandera que representó Pina para él mismo– pensó y ensayó sobre aquellos títulos. Pensamos que no hay mejor aportación al homenaje que el FICUNAM preparó para el concurso aquél.

 

La alienación

por Jorge Ayala Blanco, el joven

 

 

La prolongada crisis del cine mexicano es un fenómeno con repercursiones cuantitativas y cualitativas. El número de filmes producidos por la industria nacional descendió de más de cien en 1951 a menos de cincuenta en 1964. Un monopolista, absurdo y perjudicial sistema de producción (anticipos de las distribuidoras sobre cintas de recuperación inmediata, tabulación de nombres como base del financiamiento, preferencia exclusiva de los valores reconocidos, política sindical a puertas cerradas) convierte al cine nacional en un producto que sólo las capas analfabetas y las más incultas de Hispanoaméreica pueden consumir. Durante más de quince años, el retraso del cine con respecto al avance de la cultura nacional era notable, deprimente. Las excepciones –Alcoriza, Luis Buñuel, alguna cinta esporádica– no pasaban de dos al año. Un acontecimiento gestado desde el interior de la industria fílmica tuvo la función de anunciar la posibilidad de un cambio, aunque sus consecuencias económicas no sean plausibles.

A fines de 1964 se publicó una convocatoria insólita: la Sección de Técnicos y Manuales del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica de la República Mexicana organizaba el Primer Concurso de Cine Experimental de largo metraje. Todos los aspirantes a camarógrafos, argumentistas, actores, músicos y directores que rehusaban entrar en la industria cinematográfica o que habían sido rechazados por ella, se constituyeron en equipos y buscaron financiamiento en sus ahorros, amigos y particulares, o en productores independientes. Se recibieron más de treinta inscripciones.

Al concluir el plazo fijado para el concurso fueron entregadas a Técnicos y Manuales doce películas, en el orden siguiente: El día comenzó ayer de Icaro Cisneros, La tierna infancia de Felipe Palomino, Amelia de Juan Guerrero, El viento distante (formada por tres cuentos) de Salomón Laiter, Manuel Michel y Sergio Véjar, En este pueblo no hay ladrones de Alberto Isaac, Mis manos de Julio Cahero, Llanto por Juan Indio de Rogelio González Garza, El juicio de Arcadio de Carlos Taboada, Una próxima luna de Carlos Nakatani, La fórmula secreta de Rubén Gámez, Los tres farsantes de Antonio Fernández y Amor, amor, amor (formada por cinco episodios) de José luis Ibáñez, Miguel Barbachano Ponce, Héctor Mendoza, Juan José Gurrola y Juan Ibáñez.

A mediados de 1965, un jurado de trece personas, compuesto por representantes de los diferentes sectores de la industria fílmica, de las más importantes instituciones culturales y críticos de cine profesionales, empezó a revisar el lote de películas representadas. Este lote pudo ser dividido en dos grandes grupos:

  1. Las películas realizadas por cineastas de formación universitaria, dedicados hasta entonces a la literatura, al teatro experimental, a la crítica de cine o a otras disciplinas artísticas (Guerrero, Láiter, Michel, Isaac, los dos Ibáñez, Barbachano Ponce, Mendoza, Gurrola).
  2. Las películas de los escritores y directores de radio y televisón (González Garza, Taboada, Fernández), de los técnicos profesionales de la industria fílmica (Cisneros, Palomino, Cahero, Gámez) y de los aficionados (Nakatani).

Los premios oficiales se dividían también en dos categorías: cuatro premios principales, otorgados a las mejores películas participantes, y 18 premios individuales para elementos artisticos y técnicos. Los cuatro premios principales consistían en un permiso de exhibición comercial sin necesidad de pagar desplazamientos (sueldos y participaciones a cada una de las secciones del STPC), y recayeron casi en su totalidad en las películas realizadas por el primer grupo arriba mencionado. Los filmes del segundo grupo, regresivos, siguiendo los lineamientos del cine comercial o demasiado ambiciosos, carecen de interés (como no sea la ampulosa retórica anarquista de El juicio de Arcadio, joya del humorismo verborréico o el antimilitarismo inofensivo de Llanto por Juan Indio). Hay una excepción en esta última afirmación: el primer premio del concurso es recibido por la película de Rubén Gámez.

Las 10 o 12 secuencias que integran La fórmula secreta no narran una anécdota propiamente dicha,  su desarrollo no obedece a una lógica estricta. Técnico fotográfico especializado en Los Ángeles, camarógrafo de cine publicitario, realizador de un bello corto plástico (Magueyes) y de documentales de viaje por países socialistas, Rubén Gámez es un persiguidor de lo insólito. Su capacidad para crear imágenes-choque es sorprendente. Construye sus secuencias a la manera de parágrafos poéticos, que, yuxtapuestos, va dando sentido en lo que en algunas ocasiones recuerda a Perro mundo (1962) de Jacopetti, y en otras al mejor cine documental.

Naturalmente que es posible encontrar la huella de numerosas cineastas y escuelas: el surrealismo buñuelesco, Georges Franjú, Chris Marker, la vanguardia francesa de 1929, el Eisenstein de ¡Qué viva México! (varios años y productores) y, ¿por qué no? el pop art. Un desesperado y rudo texto del novelista Juan Rulfo, leído por el poeta Jaime Sabines, una pista sonora al revés, una lección de inglés balbuceada por una voz infantil y órdenes incomprensibles dictadas en otro idioma, además del comentario de Vilvaldi, Stravinsky y música sacra, sirven como contrapunto a la agresividad de las imágenes.

El tema central de La fórmula... podría ser la pérdida de identificación del mexicano con su propio ser. Gámez, cineasta explícitamente comprometido, evoca, con cólera y arbitraria obstinación, los mitos ancestrales, coloniales hispánicos y modernos que enajenan la reificada individualidad del mexicano actual. El peso de las figuras paterna y materna, el peso de la servidumbre atávica, el peso de la religión católica, el peso de lo sagrado y, por último, la invasión del modo de vida y la economía norteamericanos, son los incentivos para la diatriba de Gámez. La fórmula..., prisionera de su propio sistema de signos, semeja una pesadilla monstruosa, a menudo insoportable. Las metáforas visuales se imponen de una manera casi filosófica. El director (y fotógrafo) desencadena la crueldad: nos conduce en un vértigo incontenible hasta las raíces de nuestro ser nacional, y nos regresa de improviso hasta nuestro días, como si los dos tiempos fuesen uno solo y se prolongaran entre sí.

El rampante revolotear de un ave enloquecida que da vueltas en círculo por la Plaza de la constitución, una transfusión de sangre con Coca-Cola, la invasión cósmica de una salchicha interminable, el impersonal mundo concentracionario de la industria, un obrero estivado como costal de harina, una res destazada con música celestial que se convierte en el padre-patrón y la madre bendecidora de quien la lleva a cuestas, y la persecución por las calles citadinas de un burócrata y de un charro a caballo que lo enlaza y lo estrella contra el pavimento, son algunas de las escenas que participan en este desfile de imágenes asfixiantes. Y como contrapartida al dinamismo y a la furia de esas imágenes, aparecen los seres humanos, obreros y campesinos, los hombres huecos que habitan esa tierra baldía: figuras inmóviles, pasivas y acusadoras de mestizos que miran hacia la cámara fijamnte, rodeados por un campo estéril, o por el contorno grotesco de una marca fabril. Mediante el contraste de los planos fijos y el movimiento, la inacción y la acción se expresa con toda exactitud el pensamiento de Gámez, combatiente fílmico cuyo arte no puede ser desvinculado de su exaltación nacionalista, de su nacionalismo defensivo.

La fórmula... solicita y multiplica las referencias literarias: T.S. Eliot, La estación violenta de Octavio Paz, “Avenida Juárez” de Efraín Huerta, por sólo mencionar algunas de ellas. Gámez, sobre un tipo de cine cerrado sobre sí mismo y sin secuela futura posible, ha realizado una obra impulsiva, inspirada por un estridente afán de denuncia ideológicamente vulnerable, una obra que desde el punto de vista formal representa a destiempo una etapa ya superada de la estética cinematográfica, pero una etapa que debía ser atravesada algún día por el cine mexicano: por fortuna ha sido atravesada a un elevado nivel.

 

02.02.14

Jorge Ayala Blanco


Crítico de críticos, entre los críticos, para ellos y en contra de ellos, publica ahora todos los lunes y desde 1989 en El Financiero una crítica siamesa sobre el estado de las cosas en el mundo de los estrenos cinematográficos. Autor de tesoros bibliográficos (actualmente incluso electrónicos) a propósito de e....ver perfil
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