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Hecho en México: “Espejito, espejito...”

 

por Ishtar Cardona

 

En un extremo, se descubre que el actuante

puede creer por completo en sus propios actos;

puede estar sinceramente convencido

de que la impresión de realidad que pone en escena

es la verdadera realidad. Cuando su público

también se convence de la representación que él ofrece

—y éste parece ser el caso típico—, entonces, al menos al principio,

sólo el sociólogo o los resentidos sociales abrigarán dudas

acerca de la «realidad» de lo que se presenta.

Erving Goffman. La presentación de la persona en la vida cotidiana

 

Me pongo el saco que ofrece Goffman: Yo soy socióloga. Y tal vez sea una resentida social. Y casi todo el tiempo abrigo dudas sobre las “realidades” que se me ofrecen, sobre todo cuando esas “realidades” vienen envueltas en empaques sofisticados, seductores, blindados en su propia espectacularidad. Sobre todo cuando generan unanimidad a tal grado que resulta extraña tanta empatía encima de la fractura...

Supe por primera vez de Hecho en México (Bridgeman, 2012) hace unos años, cuando un grupo de personas llegó a encontrarse con Gilberto Gutiérrez, director del grupo Mono Blanco, durante el fandango en vela previa a las Mañanitas a la Vírgen de la Candelaria en Tlacotalpan. Algo me comentó Gilberto sobre el asunto, pero durante mucho tiempo no tuve más información.

Cerca del estreno del documental, en las redes sociales se asomaban los afiches, la publicidad, el peloteo de información entre facebookeros y tuiteros. Los carteles, jugando con verde, blanco y rojo desleídos, centran en blanco y negro los rostros de personajes populares, músicos, artesanos, gente relacionada con la creación cultural. Remata la gráfica una frase dicha, cantada por el personaje del cartel.  

Agradecible resultó, para quienes nos dedicamos al estudio de la creación cultural en contextos comunitarios, encontrarnos con esa visibilidad otorgada a personas que no se mueven necesariamente en el registro de lo comercial. Y también es comprensible, si se quiere atraer públicos más amplios, que la publicidad en las paradas de autobús del D.F. –por lo menos los que yo vi– no tengan la cara de un músico huichol sino de Alejandro Fernández. Pero eso a mí no me molesta.

Tampoco me molestó la pompa con la que se llevó a cabo la premier, a la que pude asistir: Bellas Artes, alfombra roja, fotógrafos gritando atrás de las vallas que flanqueaban el camino de los elegidos, seguridad profesional, flashes y buenotas entrevistando a los participantes. La sala del teatro llena de buenas conciencias, simpatizantes del #132, ejecutivos de Televisa, trajeados, hippies-chic, escritores cool y amigos de los amigos. Sentada yo casi en el centro del espacio, tenía hacia mi derecha a los Botellita de Jerez. Hacia mi izquierda, haciendo gala de una discreción remarcable, estaba Emilio Azcárraga. Intríngulis de la geopolítica.

Conocía a medias la lógica del documental. Sabía que presentaba músicas mexicanas, o mejor dicho, a músicos mexicanos, y que eso articulaba discursos sobre la identidad nacional. Había visto el avance del filme, y aunque me pareció montado en la estética “tarjeta postal” a doble velocidad, preferí no revolverme antes de verla. Total, en el filme participaban amigos a los que quiero y admiro, y eso me bastaría para estar contenta viendo la proyección.

A los siete minutos de iniciado el rollo yo me preguntaba qué diablos estaba viendo. En sí la estructura del documental es muy simple: un corte de música que bien puede funcionar como un video unitario, alternando con una entrevista a un escritor, actor, político, mexicanero, pintor, artesano... La música lo abraza todo, llena cada espacio, cada segundo de forma tal que resulta difícil imaginar las palabras de Juan Villoro sin cortinilla sonora, como un Joel Grey del Cabaret (1972) de la mexicanidad.

Los músicos comparten espacio sonoro gracias a las mezclas que en estudio se realizaron sobre sus bases, y así tenemos un Cascabel tocado por Mono Blanco en el que interviene un rapero (de quien no recuerdo su nombre ahora) y Sergio Arau, “el Uyuyuy”. Mono Blanco y el de la voz hip-hopeada sí estuvieron juntos para grabar, en un rancho veracruzano, el Uyuyuy no, pero no importó. Gracias a la grabación, la base rítmica del zapateado jarocho pudo devenir eje conductor de un Son que se compactó entre jarana, voz y guitarra eléctrica, volviéndolo un bloque sonoro macizo. Sin embargo no escuché diálogo musical entre géneros y tradiciones. Yo escuché (hipertecnificada) una homogeneización del sonido. Las particularidades de cada una de las músicas quedaron aplanadas bajo el repellado de la mezcla comercial.

Venado Azul (grupo huichol) toca –con fondo de abrupta serranía– la Cusinela mezclada por el Instituto Mexicano del Sonido a golpes de imágenes profundamente chilangas, metro, chavas patinando, Paseo de la Reforma tomado por familias y parejas. Y así la licuadora va incorporando lo diferente para volverlo igual de consumible. Por supuesto hay apariciones en solitario, las que no necesitan mezclarse porque son altamente reconocibles desde la lógica del consumo: Alejandro Fernández, Gloria Trevi, tal vez un hueco para Las Maya Internacional, grupo femenino de boleros y danzones, música para baile de salón.

Este ejercicio homogeneizador también es patente en la edición que de los discursos sobre México y lo mexicano lanzan a la pantalla los no-músicos. Comienza Juan Villoro hablando sobre la hegemonía que ha hecho de los mexicanos una sociedad cuadrada al mando, de la necesidad de reconocer la diferencia, de des-uniformarnos. De los años de control político a través de un partido único. Del mito de nuestro mestizaje parejo. Y parece esto embonar perfectamente con un ejercicio en el que se muestran músicas diversas (aún repelladas). También aparece Daniel Giménez Cacho abundando sobre el control televisivo, para horror de personas que miraban de reojo a los altos cuadros de Televisa presentes en la sala. De chile, de mole y de manteca en el recuento de nuestras virtudes y entuertos: Elena Poniatowska, Laura Esquivel, Héctor Aguilar Camín y Ángeles Mastretta, entre otros, se suceden hablándonos de un “nosotros” aparentemente diverso, pero que escuchado de cerca más bien suena a confuso. Antonio Velasco Piña –que insiste con otras palabras en que la Mujer Dormida debe dar a luz– queda en el mismo nivel discursivo que Villoro. Poniatowska fugazmente habla sobre la vejez, Chavela Vargas sobre la muerte. Blue Demon nos da cátedra sobre la lucha, no solamente la del ring, sino la de la vida.

Todo sirve para narranos. Nada difiere. En el fondo, somos un gran rompecabezas exótico, pero parejo. Sin etiquetas, insiste el documental. Pero, ¿cómo diablos hablar de diversidad si se insiste en la parejura? “No hay indígenas, hay gente” enseña un mestizo desde la pantalla. Otra voz nos dice: “Debemos reconocernos como gente, sin buscar etiquetas ni clasificaciones. Todos tenemos corazón, alma, vida, sueños, sentimientos y esperanzas”. Así, sin chipotes, sin diferencias, sin pleitos entre los sueños de unos y los de otros. Es lo mismo, todos somos mexicanos.

¿Estamos preparados para reconocer nuestra diversidad, según se pregona en Hecho en México? Si prestamos atención al ejercicio discursivo que nos muestran, no. La diversidad también es reconocer diferencias, diferencias profundas y en momentos conflictivas. No el tramposo etiquetamiento enmascarado que propone el documental a través del reforzamiento de los clichés más socorridos de nuestro nacionalismo cultural: la Fiesta de Muertos, la Virgen de Guadalupe, la Lucha Libre, la Maternidad, el conflicto entre Machismo y Hembrismo...

Este último segmento particularmente me incomodó. Probablemente ya estaba yo muy atropellada por la caravana incesante de Música, pero me pareció escuchar decir a Diego Luna que la resolución de los conflictos hombre-mujer (con todo y fronteras de género disueltas) se resuelve en el momento en el que uno tiene un hijo –¡a parir, madres latinas! –; sazonado por diálogos en albur entre Ponchito y Brozo sobre las relaciones hombre/mujer (sin homosexualismos, of course).

Este es un momento de inflexión en el discurso del filme. De bordar sobre la diferencia, la resistencia, el sistema de poder, se pasa a cantar loas al chiste y al rezo, al cambio meramente espiritual, a la acción individual y no articulada con los demás, “tú eres el director de tu propia película”. El discurso se torna inmovilista, conservador. Échale ganitas, la verdadera revolución está en ti y no en la demanda colectiva.

En aquella ocasión, al terminar la proyección mi horror era tal que no pude callarme. Empecé a hilvanar ideas delante de los amigos, sin discreción y sin tacto. Una amiga me dijo que me calmara, que me dejara llevar... Y en eso radica mi horror: es tal el potencial musical, tal la espectacularidad, tal el bombardeo de estímulos visuales y auditivos que queda poco espacio para la reflexión. Ese es, dijeron hace ya muchas décadas Adorno y Horkheimer, el poder de la Industria Cultural.

En la Industria Cultural no hay ideología más allá de la producción de los discursos necesarios a la reproducción de la hegemonía. Podemos meter en un mismo costal, en este momento tan crítico de la búsqueda de democracia y de transparencia en los medios, a connotadas personalidades de izquierda hablando desde la sinceridad de sus convicciones y editar sus dichos para mezclarlos con otros conservadores y serviles. Producir un espejo torcido que nos envíe un reflejo plácido y sin fracturas sobre nosotros mismos, autocomplaciente, sustentado en la auténtica creatividad musical que campea en este gran rancho llamado México, pero que elimine todo resabio de conflicto. Después de ver esto te dará envidia no ser mexicano, clama la publicidad. El chovinismo como reducto acotado de nuestro conformismo.

Insisto: no me molesta que los productores sean Emilio Azcárraga y Bernardo Gómez. Ojalá dieran más dinero de sus bolsillos para visibilizar a los músicos tradicionales. Agradezco la mano técnica de Lynn Fainchtein que se nota en la espectacularidad de la producción musical. Me importa poco que el director, Duncan Bridgeman (Londres, 1959), no supiera mucho sobre México antes de emprender el proyecto. Lo que me deja sin aliento es la agenda que se intuye detrás del desfile de imágenes y sonidos del “verdadero México”. Por supuesto, el documental no va a generar millones en taquilla como ganancia. La ganancia, la simbólica, está en otro lado. En la reproducción de discursos.

Que no se me malinterprete: creo en el potencial creativo de nuestros músicos, artesanos, artistas visuales, voladores de Papantla. Pero, retomando a Goffman, sí desconfío profundamente en la autoalabanza, del consenso producto de una representación que simplifica –sobre todo en estos momentos– lo que somos. Maldita manía de eliminar la complejidad , maldita trampa de vendernos la liebre de la “diversidad” para darnos el gato de la “identidad mexicana”.

¿Qué es Mexicano? pregunta el documental, y al parecer podemos resumirnos en una superficie que refleja el encuentro entre MTV (o Rock 101) y El Laberinto de la Soledad.

 

05.05.14



Mr. FILME


@FilmeMagazine
La letra encarnada de la esencia de F.I.L.M.E., y en ocasiones, el capataz del consejo editorial.....ver perfil
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