por Hans Fernández
El año 2013 fue fructífero para el cine chileno, pues se estrenaron en distintos festivales una serie de películas muy heterogéneas, dentro de las cuales se pueden mencionar Gloria de Sebastián Lelio, Il futuro de Alicia Scherson, Magic, magic como Crystal Fairy & the Magical Cactus and 2012 de Sebastián Silva, La danza de la realidad del mítico Alejandro Jodorowsky (laureada recientemente con el premio Pedro Sienna como mejor largometraje chileno de 2014), entre otras. En esta interesante constelación fílmica se encuentra El verano de los peces voladores (2013), la nueva película de la directora chilena Marcela Said (1972), presentada en la edición 45 de la Quinzaine des Réalisateurs de Cannes. La particularidad de este filme consiste en que se trata de su opera prima en el terreno de ficción, ya que anteriormente había realizado una serie de documentales –algunos en colaboración con Jean de Certeau– de gran poder y estética [El mocito (2011), Opus Dei, una cruzada silenciosa (2006) y I love Pinochet (2001)], en los cuales reflexiona desde distintas facetas acerca de los nuevos rumbos de la cultura postdictatorial de Chile. Cabe señalar, por lo demás, que se trata de textos fílmicos complejos y muy logrados desde el punto de vista técnico, de investigación y de la visión de mundo que se busca transmitir de los protagonistas.
El verano tiene como trasfondo los conflictos sociales y étnicos que remecen actualmente el sur de Chile: los enfrentamientos entre chilenos y mapuches. La película pone en escena a una familia de clase alta que está de vacaciones en su casa situada en medio de una exuberante naturaleza, cuyos empleados son mapuches y que al cercar su propiedad constituida por enormes extensiones de bosques, impide que los habitantes mapuches del lugar entren a cazar a su fundo. Igualmente un elemento importante del filme es una laguna que se encuentra con una sobrepoblación de carpas, las que el patriarca del clan busca a toda costa exterminar (de hecho, uno de sus empleados detona una bomba en el agua que hace a los peces “volar” y que lo deja temporalmente con problemas auditivos). Al considerar esta serie de elementos tan sugerentes, y por ende, aprovechables, relacionados con el tema de la convivencia entre mapuches y mestizos así como entre humanos y carpas (es decir, hombre y naturaleza) que la directora pondrá en funcionamiento, el espectador que ya conoce la filmografía de Said espera –con curiosidad además por tratarse de su primera ficción– un trabajo bien pensado y elaborado.
Debido a las locaciones la película cuenta con imágenes de naturaleza muy hermosas que, sin embargo, en ocasiones pierden valor a causa del molesto vaivén vertical de la cámara al filmar estos paisajes, en lugar de mantenerla fija cuando es necesario. Este hecho resulta curioso, pues la fotografía ha sido realizada por Inti Briones, quien es en la actualidad uno de los mejores cinefotógrafos de Chile. En lo que concierne a las actuaciones, éstas no sobresalen y a veces algunas causan la impresión de haber requerido mayor trabajo de dirección. No obstante, la principal objeción que aquí se presenta no dice relación con estos aspectos, sino más bien con la narración, en la cual quedan muchos cabos sueltos y elementos inconexos. Así, por ejemplo, la historia de un pintor que realiza cuadros de una niña ensangrentada, la que luego aparece en una fiesta de cumpleaños, lleva al espectador a preguntarse por el rol que cumplen el artista y la pequeña en la representación fílmica, o bien qué quiso decir la directora a través de estos personajes. La película contiene igualmente una serie de elementos que pudieron haber sido desarrollados o profundizados, tales como la presencia del mito sureño del “cuero” (ser que arrastra y devora a todo aquél que encuentra en el agua) –por medio del cual se pudo aludir a la mitología mapuche y, por consiguiente, a la riqueza de la cosmovisión de esta cultura– o la utilización del idioma mapudungún, hablado ocasionalmente por los personajes mapuches –exotizándolo de esta manera y no empleándolo como un recurso estético-narrativo clave, procedimiento similar, por lo demás, al de Claudia Llosa con el quechua en La teta asustada [2009]–.
Asimismo se encuentran en El verano… elementos gratuitos o que carecen de justificación –tal como los niños que se divierten en el bosque sin ser integrados al argumento del filme–, escenas –principalmente de paisajes– que buscan sugerir algo, pero al no contextualizarlas ni ponerlas en función de un objetivo narrativo quedan varadas, historias poco elaboradas entre personajes –el vínculo entre Manena (la hija del dueño del fundo) y Pedro (el joven mapuche cuya tarea es eliminar las carpas y que está comprometido con las reivindicaciones de su cultura)–. Aquí se llega, entonces, necesariamente, a uno de los aspectos más críticos de la película: ¿cuál es la historia (o las historias) que se quiere(n) contar en esta ficción? Este rasgo hace pensar en la veta narratológica desarrollada por Raúl Ruiz, director chileno-francés que teorizó y dominó el arte de contar diferentes historias a la vez y/o “de no contar ninguna”, y que se opuso tenazmente tanto en sus escritos como en la praxis fílmica al «conflicto central» impuesto por la cinematografía estadounidense [Cfr. Poétique du cinéma (1995)].
Si en una línea de esta índole se orientó Marcela Said en su más reciente filme, hubiera sido preferible, pues (teniendo en cuenta la alta calidad de sus documentales y de su sensibilidad para penetrar mediante éstos en los problemas histórico-sociales), que hubiera tratado el tema del conflicto civil del sur de Chile y/o de la riqueza y complejidad de la cultura mapuche desde el género documental. Esa forma de cine le hubiera proporcionado, sin lugar a dudas, los medios para calar con mayor profundidad en estos universos. En este mismo sentido, surge la pregunta de si se trató únicamente de un problema de guión o bien de dirección.
06.01.15