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Mundo onírico, sociedad distópica

por Jorge Islas

 

Dice Walter Benjamin que, gracias al cine, la percepción colectiva es capaz de apropiarse de los modos de percepción del psicótico o del soñador, es decir, que la industria cinematográfica es en realidad una fábrica de sueños, de sueños colectivos. Bajo este tenor, el director del filme es quien sueña, aquella persona que podría ostentarse como el “sí mismo” junguiano y que nos otorga una pieza más de ese gran mundo onírico compartido.

La Naranja Mecánica (1971) de Stanley Kubrick es al mismo tiempo un magnífico sueño y una formidable pesadilla. Formalmente es un filme total en el que convergen diversas genialidades. Todo, desde el aspecto visual y el sonoro, hasta la historia y la forma de narrarla han contribuido al encumbramiento de esta cinta. Kubrick tiene la suficiente astucia para hacerse valer de distintos medios y construir su sueño.

En primer lugar, la dirección de cámara es impecable, pasa por toda una gama de maneras de componer la imagen que van desde el academicismo que propugnaba por mantener las formas tradicionales del teatro, hasta una estética experimental que presenta ángulos particularmente extraños. Y, a pesar de esta diversidad, el director logra forjar un estilo único que define a toda la parte visual del filme.

En este sueño también juega un rol importante todo aquello que toca al diseño de arte: el vestuario, la arquitectura, el interior de los espacios, los colores que son utilizados. En conjunto, este diseño ayuda a plantear el tiempo en que se desarrolla la historia, un futuro indeterminado donde la arquitectura funcionalista y minimalista es la norma. Tan contundente ha sido la estética de esta película que hay quienes especulan sobre su influencia en el interiorismo actual; es como un sueño premonitorio que, de alguna manera, cambia la conducta de un sujeto al día siguiente.

Y así como la forma es magnífica, el contenido es horrible, una pesadilla social. Para comenzar, ese futuro de progreso e igualdad anhelado por los más optimistas y cándidos es negado de tajo. Desde el principio de la narración, Kubrick nos sitúa en el contexto de una sociedad distópica con pobreza urbana, indigencia, crimen y violencia en las calles. La primera víctima de Alexander DeLarge aúlla al ser golpeado y clama por la muerte, declara su deseo de dejar ese mundo que olvida las leyes terrenales, pero manda a hombres a la luna.

En este tipo de lugar, Alex es víctima y verdugo a la vez. Al principio es ejecutor de una justicia darwiniana, donde la ley del más fuerte prevalece y los débiles sirven de divertimento. Después, su suerte cambia de manera drástica y se convierte en un mártir del sistema.

Michel Foucault explica que el arte de castigar en los sistemas disciplinarios funciona a través de la dupla gratificación-sanción. Cuando el protagonista es finalmente llevado a prisión empieza esa historia de sufrimientos que lo convierten en un personaje tristemente célebre. La primera etapa de su viacrucis sancionador es la despersonalización, pasa de ser alguien con nombre y personalidad a un número de expediente. Luego viene la ideologización con la enseñanza religiosa y las misas que son oficiadas dentro de la cárcel. Alex es bastante inteligente como para reconocer que estar del lado del sistema le puede traer beneficios, así, aparenta obediencia para obtener la gratificación, la cual se traduce en el permiso para que pueda ser tratado con la técnica de Ludovico.

En este punto entra una segunda etapa de la victimización de Alex. Al aceptar convertirse en un conejillo de indias, accede también a ser utilizado con fines políticos. Es el propio ministro del interior el que lo elige para probar el tratamiento. El condicionamiento al que es sometido lo deja sin elección moral. El gobierno se encuentra dentro de una posición de pragmatismo radical, “no se trata de alta ética, se trata de acabar con el crimen”, señala el ministro cuando el clérigo critica las consecuencias que ha tenido en Alex la técnica Ludovico. La tesis, como la de todos los gobiernos autoritarios, es que los ciudadanos prefieren tener estabilidad en la opresión a costa de su libertad.

Para rematar la sanción, parece que el karma también se encarga de castigar las acciones pasadas de Alex enfrentándolo con sus antiguas víctimas. La venganza más cruenta, la de F. Alexander –el literato subversivo que también utiliza a Alex para tratar de minar la imagen del gobierno– orilla al protagonista a un intento de suicidio.

Es interesante y polémico el final del filme. A estas alturas, Alex casi expía todas sus culpas a través de las vejaciones que ha recibido. Además, el golpe en la cabeza lo ha liberado del condicionamiento antiviolencia y Alex no ha cambiado su forma de ser. En este punto es evidente que Kubrick hace una defensa de la locura y de la voluntad propia de la misma forma como lo hicieran Dostoievski con su hombre del subsuelo (Memorias del subsuelo) y Chéjov con Iván Dimítrich (El pabellón número 6).

La escena final es bastante esclarecedora: sí, Alex ganó. Con mueca de lunático, imagina su momento de gloria en el que goza de los placeres sensuales ante la anuencia de la rancia burguesía. Alex escapó de la razón, de la sociedad y de su mecanismo de normalización y al mismo tiempo, Kubrick troca la pesadilla en un sueño, un cielo personal donde se reafirma la autonomía.

 

20.01.15

Mr. FILME


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La letra encarnada de la esencia de F.I.L.M.E., y en ocasiones, el capataz del consejo editorial.....ver perfil
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