La sociedad de los poetas muertos (Peter Weir, 1989) recorre la espina dorsal de los sueños; la magnífica oportunidad de encontrarnos de lleno con el espiral que, como miel, brota de la poesía y de nuestros labios; la añoranza de verificar la obertura de las guerrillas intelectuales: los sueños. Los muertos nos susurran sus aventuras, sus discordias y sus experiencias. Carpe Diem es el grito de guerra de Robin Williams, interpretando al profesor de literatura inglesa John Keating y la pandilla de alumnos idealistas que lo siguen. En ese sentido, la película se inmiscuye en la ingenuidad provocada por el arte, la poesía y la juventud. Bienvenidos a una oda a la adolescencia.
En el colegio Welton, donde se forman los futuros líderes norteamericanos, la catadura seria, el mohín refinado y los modales de primer mundo son parte del elenco rutinario. La pugna que gravita en la película es sencilla: la topografía del hombre que ves hoy, es muy parecida al mapa de ayer. Las mismas montañas escarpadas, los mismos valles hundidos, las mismas cordilleras sinuosas. Cuando el profesor Keating irrumpe en la monotonía, algunos alumnos se transforman. “Oh captian, my captain!” (poema de Walt Whitman) pide que lo llamen.
Como primer acto, el nuevo maestro pide a los jóvenes que rompan la página inicial de su libro de literatura, quiere con esto desgarrar la terrible fortificación mental de los adolescentes. Se trata de un acto puramente simbólico. La poesía, decía la página arrancada, puede medirse mediante una gráfica. ¡Terrible! ¿Cómo contemplar el arte desde la exactitud fría o la subjetiva visión de quien elabora una gráfica, y no desde las turbulentas, caprichosas y volubles aguas del torbellino creador? A continuación les pide que se paren en su pupitre: vean el mundo; no solamente lo cuadrado, lo elíptico o lo redondo nos rodea, sino una multitud de aproximaciones, lejanías y texturas. Cuando los hijos de Welton se enteran que su profesor formó parte de la Sociedad de los Poetas Muertos, se interesan en seguir sus pasos.