por Beatriz Paz Jiménez

Andrew lleva su entorno cotidiano al máximo estiramiento hacia su hábitat de trabajo. Incluidas las líneas ejecutadas una y otra vez, tal como fueron escritas, al margen de toda improvisación que provenga de sus músicos acompañantes. Incluso cuando él improvisa y le desagrada, la improvisación escénica queda al margen: él necesita hablar sobre los desastres al improvisar. Porque a Andrew le gusta que todo salga bien, y guste, que el público sepa el por qué de sus decisiones musicales y escuche lo conocido, pues quizá, por eso sigan yendo a sus shows después de tantos años...

Baila en sus zapatos de charol con holograma, se descalza y pisa las pedaleras con calcetines impares, hace montar bocinas con forma de fonógrafo, también juguetes en el escenario. El sol que se cuela por los ventanales de su estudio suena en el color de su violín y las delicadas variaciones de plantas silvestres plagan su voz, el río de corriente esquiva se desliza en la interacción multi instrumental, y, en el compás de sus canciones, vagan las reminiscencias de su vida campirana.

Se da un breve descanso. Para seguir trabajando. Mira a Annie Clark, mientras rasgan las guitarras acústicas, suavecito, en una habitación de hotel. Le llama un momento mágico, un instante natural en medio de la gira.

Andrew está irritado. Ha ido y venido. 150 shows. Andrew tiene fiebre. Se pregunta “¿me estoy enfermando o me estoy convirtiendo en algo más?”. Su metabolismo musical va y viene entre el acting out, porque Andrew sabe que todo va a salir bien, pero para él, sale mejor cuando lo sufre: estar incómodo es estar activo.

Escucha una melodía que le gusta, lo hace mientras toca, porque ya la tenía, o la buscaba, o la estaba encontrando. Prefiere la sencillez de su discurso actual a la exigencia de sus letras juveniles. Andrew sigue componiendo durante el tour, va, viene, una idea surge para llevarla a casa, y ahí desempacarla. La escribe. Y para. Se dice que necesita parar, que desea sembrar, caminar.

Apenas ha vuelto al hogar, después del último concierto donde ya estaba con muletas por un pie astillado. Se lamenta, ya no podía tocar sus pedaleras con el pie sin agacharse, y a él lo irritan las pausas musicales. Escalofríos, sudores, estertor, aplausos, canciones. Silencio. Así ha pasado un año de fiebre.

Fever year fue premio del jurado al mejor documental en el Festival de Cine de Omaha, Nebraska, 2012, premio del público en el Noise Pop Music & Film Festival, San Francisco, 2012, y selección oficial en el Festival de Cine de Nueva York, 2011, en el Festival Internacional de Cine de Vancouver, 2011, y en el Festival Internacional de Cine Documental de Copenhague, 2011.

Es el segundo film de Xan Arada y fue filmado entre los últimos dos conciertos que Bird dio en su natal Chicago. El primer film de Xan está por mostrarse y habla sobre las comunidades mormonas, en las que se ha interesado porque su padre creció en Monterrey entre menonitas. Aunque ella ya no es parte de dicha religión, considera que “es la alegría por su práctica lo que hace a sus comunidades mantenerse herméticas, es una forma de vida que implica la unión entre sus miembros en torno al estudio y a la dedicación por su fe”. Palabras que podrían aplicarse a la fe de Bird por mantener su estilo intacto, sin que Martin Dosh, Michael Lewis o Jeremy Ylvisaker ofrezcan al público devoto un show con fluidez entre lo consabido y el live acting, un show con la consigna de una música siempre re-creada.

Última función: Viernes 8, 21:00 – Cine Tonalá en el festival Distrital.

Dirección: Xan Aranda, Producción: Xan Aranda, Fotografía: Aaron Wickenden, Edición: Liz Kaar, Sonido: Dustin Camilleri, Zach Goheen, Tom Herbers, Música: Andrew Bird, Reparto: Andrew Bird, Martin Dosh, Michael Lewis, Jeremy Ylvisaker.

07.06.2012