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La fe en el más feo

por Josefina Gámez Rodríguez


El fantástico mundo de Juan Orol (Del Amo, 2012) es un fresco lleno de fe que busca contagiar del gozo infeliz de un hombre cuya casi exclusiva pasión era recrear su delirio alcanforado en la pantalla grande, hecho a base de viñetas de los momentos más álgidos en la vida-churro del antigenial guionista, productor, director, actor, censor, compositor, editor, distribuidor, esposo, padre, amante, boxeador, torero, corredor de autos y más hispano mexicano hacedor de lo noir nacional.


Todo el filme es un monólogo proustiano pronunciado por un Juan Orol cansado (Roberto Sosa demasiado enmascarado, a la J. Edgar, el viejo, dicapriano) en plena década de los 80 que pretende contagiar de su gozo infeliz, en el marco de una retrospectiva insoportable de su obra, al pobre acomodador del cine donde se presentan sin suerte sus películas sin suerte.

Orol viejo nos guía de la mano del también director y guionista hispano mexicano Sebastián del Amo, por la recreación de los vericuetos más sonados de su vida pública, cambiando de técnica cinematográfica cada vez, pues Orol crece paralelo a la industria cinematográfica: su infancia cruel en Galicia, silente, con una exasperante expresión del niño que fue Juanito (Octavio Ocaña que sí hizo la tarea con Del Amo); su adolescencia a medio triunfar en Cuba, con sonido ambiental defectuoso, a lado de Jorge “Zamoritaâ€, como inseparable, franco y coprolálico aguador (“¡¡Éres una mierda, Juanito!!â€, le dice sin decirle a toda hora); y su llegada a México como torero casanova y hombrecito de su casa, sí en blanco y negro, pero matizado, perfeccionado, cual película años 30, el gran momento en el que conoce una cámara de cine (la filmación del fusilamiento de un cristero ¿el Padre Pro?), que se empareja a su gran vocación de representar el asesinato; y así hasta llegar a la metamorfósis texturizada del color, que fue de malogrado a correcto. Una floritura de ejercicios cortometrajistas hipervisuales.

Al respecto, el cuidado que pone la mancuerna entre el cinefotógrafo (Carlos Hidalgo, luego de su bien temperada tierrosa Bala mordida, Muñoz, 2009) y el departamento de arte (Christopher Lagunes y Héctor Iruegas), que también habla bien del director, es insufriblemente perfecta, pues son capaces de transportarnos en un guiño a través de décadas enteras del cine mexicano yéndose por los lugares comunes, pero por el borde de la discreción detallística. Aquí sí se trata de un trabajo exquisito, y, hay que apresurarnos a decirlo, no siempre a la altura de las circunstancias de la película en general, que se mece entre el desperdiciante y mínimo Ed Wood de Burton (1994) y el desbordado y vacuo Aviador de Scorsese (2004).

En el set, fuera de control con sus colaboradores, enfrentándose al mundillo del cine –específicamente al Indio Fernández (Alberto Estrella) y a Maximino Ávila Camacho (Plutarco Haza)– el Orol de Del Amo sigue los pasos de Wood, pero en su trato con las mujeres (todas muy guapas y encantadoras en esta película), que a ratos parece el meollo del argumento y no lo es, así como en su pasión por la versatilidad empresarial sigue el dictado de Hughes ¿y Juan Orol dónde queda, fuera de sus sobadas anécdotas que de vez en vez fueron materia de cantos especializados en cineclubes y ahora pasan a ser comidilla de más y más personas?

¿Quién es Orol? ¿Por qué su afán gangsteril, a pesar de todo, moralizante? ¿Qué hay detrás de su guerrita contra el gringo Jenkins (Roger Cudney haciendo de caricatura de Vito Corleone y peores cosas) muy mal tratado, que ni se atreve a decir su omnisciente nombre como va? ¿Qué es lo que en verdad se mueve detrás de la rumba nostálgica y pudorosa, antes que nada? Son preguntas sin respuesta en este juguetote sin nobleza de Del Amo, casi hecho para lucimiento luminoso, y cómo no, del gran y pequeño Roberto Sosa, absolutamente orolizado –excepto por su versión en adulto mayor–, comprendiendo, a carta cabal, el elaborado chistecito de época de este filme, sin hacerse nunca menos, incluso frente al mismo Orol en el terrorífico prólogo a su película Eterna mártir (1937), o frente a una de sus frases retrógradas, también aparecida en los primeros minutos: “Quisiera saber hablar como diputado para decirte lo que sientoâ€; Roberto Sosa encarnó, como si de eso dependiera la película, dulcemente al Rey del Churro, hasta ganándose su muletilla, ¡qué coño!

¿Por qué se sigue insistiendo en aquello del surrealista inocente o involuntario? Yo creo que se es o no, y Juan Orol sí era, pero un depravado y pésimo antigenial director de baratijas trashumantes que le representaban cierta ganancia inmediata, sin poner en duda su masturbación intelectual y fisiológica. Ya García Riera lo puso en tela de juicio a lado de otro cretino genial, José Che Bohr. El mismo Ayala Blanco ha ensayado en torno a la ausencia de valores cinematográficos reales en la gran parte de la filmografía orolesca, y ahora yo misma abonaré a esto nombrando a un verdadero naíf del cine, también con su secuela de monstruos impenetrables, de los que tuvimos noticia hace poco ( Alucardos, Guzmán, 2011): Juan López Moctezuma.

El fantástico mundo... debiera verse como, ante todo, un grato espectáculo vintage sobre un medioanodino realizador de cine, un imperdonable acto de fe auténtico por un cine tedioso, obvio, a ratos incomprensible; un fetiche acto de fe por el más feo (que no raro) que al final, emulando hasta el hartazgo a su modelito, casi resulta toda una obra hecha por el mismo impresentable Orol, y Del Amo deja pasar secuencias realmente explotables (la de las recreaciones de los sets y la de la Tongolele en persona, p. ej.) por nada y casi nada. El puro goce infeliz, insisto.

El filme se torna en una especie de apología ternuritoide del director-leyenda-de-pacotilla con base en el abuso de los dollybacks que escalan por el sentimentalismo más pueril, que ya desde bien temprano hace presentir el letrero final: insustancial, autojustificatorio, y dar paso a un bonito diseño de créditos que ni para bien ni para mal siguen algún discurso azarozo, involuntario, uno sí, otro no, como su fantasma, alta creación y perseguidor: Johnny Carmenta siempre, por supuesto, en blanco y negro intrigante, gratuito, ¿fortuito?.


21.09.12

Josefina Gámez Rodríguez


@PepitaGamez

Maldecida por la conjunción de sus padres, está destinada a desgarrar filmes para ganarse la vida, mientras gusta de prostituirse como divertimento cultural. Si de rostro bizantino, su maquinaria torácica pasa atrevidamente por lo más vanguardista....ver perfil
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