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Carrière 250

En medio del caos de la ciudad, el 7º DocsDF se alza vehemente con varias propuestas imposibles de abarcar. Aquí una mínima muestra de una de sus selecciones.


El personaje a todo y solo


por Josefina Gámez Rodríguez


Lento amanecer fangoso de un enigma nublado: ha empezado la película de los símiles lucidores, y el desfile de artefactos arranca con la leyenda de Simorgh, ave venida directamente del Mahabarata, una de las obsesiones más fructuosas de nuestro personaje, Jean-Claude Carrière que se pasea en faldón por la playa (también como metáfora de lo constante inconsistente o lo consistente inconstante, ya saben cómo es la arena y el mar cuando se juntan), solitario, muy dispuesto e iluminadísimo para contar los pasajes más queridos de su propia vida, ensayar en torno a sus propias obsesiones, salir de sus clósets, visitar a sus monstruos, en fin, recibir el merecidísimo homenaje que se la ha ido dando desde hace unos buenos años.

Ahora Filmadora Nacional y Lemon films contrata a Juan Carlos Rulfo y su Media Luna para compartir el tributo que le rinde Natalia Gil (también directora y productora) a un hombre que va por el mundo (avant la lettre) contoneando su corpachón de Ganesha invertido (ja), que parece siempre estar con la exequia de sí mismo a flor de piel, con las lecciones abrumadoras brotándole con el sudor de sus ocho décadas a cuestas y, a bastonazos, nos va acotando lo ya asentado –a veces mejor, a veces peor– en La película que no se ve, un texto híbrido que va del tratado a la autobiografía, de la didáctica a la crítica, publicado en español en 1997 por Paidós.

Si usted ya leyó dicho libro (gracias o no al maestro Rodolfo Palma) no puede más que esperar lo mejor de la infancia: volver a pasar por el mismo camino, los mismos personajes, el mismo cuento pero mejorado, sintetizado y emotivamente direccionado a traspiés milagrosos, que dejan ser al dinosaurio (él mismo lo dice) que es Carrière a un lado del metro General Anaya, cuando cree posible entablar un diálogo buñueliano (a mí me encanta decir buñuelesco) con uno de los olvidados que cultiva monedas en el concreto como ritual de la honestidad.

Si usted tiene el libro en casa, por ejemplo, podría llegar al segundo párrafo de la página 156, que comienza “Cuando era niño y vivía en el campo...â€, en el que cuenta cómo se imaginaba a las mujeres, a partir de la mítica María de Metropólis, como un armatoste calculador, y luego lo verá en pantalla un tanto mejorado el chisme simpático; o en la página 117 lo que cuenta de Etaix, el incondicional de Tati, se ve exponenciado por lo que cuenta a cuadro, mientras vemos al viejo asistente de Jaques haciendo viejos trucos olientes a naftalina; pero lo gélido que queda escrito (p. 119) acerca de Milos Forman y Nueva York, se desenvuelve con más libertad en la escena que el propio Carrière inventó y adaptó el Pato Saiz en Central Park para la película, el momento en el que el gran velo de la unisexualidad se corre y aparecen ambos viejos como amantes ronrroneadores de acentos convexos. Y en fin...

De no haber leído este librito, el espectador tendrá dos opciones: wikipediazo o salir de la película con más dudas que mis vecinos de butaca, del que recreo lo escuchado de ellos:


–Ni entendiste nada, ¿verdad Bermúdez? –se entendía que era la compañera de trabajo, más localizable por su apellido común que por un nombre cualquiera; de guapa nalgona, como era.

–¿Qué te pasa, Baboso? Pues todo se trata de escuchar al venerable anciano gozar de sus últimos días.


Uy. Así vieron Bermúdez y Baboso hora y media de lo mejor de la vida de un hombre que no es capaz (¿alguien será?) de describirse a sí mismo más que como un escritor que ha vivido de lo que escribe desde hace 50 años (sic). Así puede usted ver los días de un hombre que es acompañado por una cámara en sus travesías globales de despedida por París (de la juventud), la Ciudad de México (La Villa, Tlatelolco más por compromiso que por nada), Toledo (y la vomitada ritual buñuelesca y el ritual genial Conde de Orgaz grequista), San José Purúa (en busca del Buñuel perdido), Nueva York (y el hippismo del remordimiento), Irán (su fetiche geneticómano), Nueva Dehli (y la fotografía imposible pero sus fábulas desatadas), y hasta llegar a la ciudad de los fracasos (los proyectos inconclusos, los libros malformados que le piden ayuda desde otro de sus clósets), y al final otra vez la playa desierta, dispuesta a él y a su sombra que regresa de unas largas vacaciones de sí mismo para redondear la generosa jeta de Ganesha y concluir el enigmático informe sobre Simorgh.

¿Ya para qué? No importaba el obsesivo círculo que en nada se nivela con el título anecdótico que queda resuelto en los primeros 10 minutos de filme, el grueso de la gente de todas formas no sabe de quién se trató el documental, señores productores (y no subestimo a ninguno de los espectadores, eh). Ya al final queda el favor de no olvidarnos que se trata del cuento de una vida con suerte que a ratos puede llegar a disfrutarse si se compra el libro citado arriba, pero finalmente la vida de uno de los artífices de la pésima y triste Memoria de mis putas tristes (Carlsen, 2011), aunque haya redoblado en otros tiempos El tambor de hojalata (Schlöndorff, 1979), o materializado decentemente el mismísimo Mahabarata (Brook -quien por cierto es el único que se muestra celoso de sí frente a la cámara juancarlosrulfiana-, 1989).


13.11.12



Josefina Gámez Rodríguez


@PepitaGamez

Maldecida por la conjunción de sus padres, está destinada a desgarrar filmes para ganarse la vida, mientras gusta de prostituirse como divertimento cultural. Si de rostro bizantino, su maquinaria torácica pasa atrevidamente por lo más vanguardista....ver perfil
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