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Fogo

por Adriana Bellamy

 

Una larga imagen inicial con pantalla en negro y música de acordeón da paso al travelling hacia adelante de un personaje a quien vemos de espaldas, encapuchado, para desembocar en un top-shot que lo abarca y disminuye a la vez: un hombre perdido en un paisaje invernal, avanza sobre un camino entarimado. Ésta es la primera secuencia de Fogo (2012) el más reciente largometraje (de apenas una hora de duración) de Yulene Olaizola donde se nos muestra la vida cotidiana de los habitantes de esta región, una de las islas más grandes de Terranova, en Canadá.

 

De manera similar a lo que ocurre con el segundo largometraje de esta directora, Paraísos artificiales (2011), en Fogo no sólo se desdibujan las fronteras entre el documental y la ficción, también se enfatiza en la idea de introducir diferentes calidades de observación. Olaizola elige continuar el sendero emprendido desde el inicio de su filmografía al explorar la gama ofrecida por esta alternancia de discursos fílmicos en la creación de realidades concretas.

Los momentos de supervivencia de una comunidad aislada, a punto de desaparecer, se expresan a través de los encuentros y el diario acontecer de tres hombres, principalmente. Olaizola trabaja de manera directa con los pobladores del lugar que no son actores y cuya participación despoja al relato de toda forma dramática preconcebida. Asistimos a las breves conversaciones entre Norman Foley, Ron Broaders y Joseph Dwyer “Little Joe” (en un inglés peculiar, herencia de los asentamientos irlandeses que forman parte de la historia de la región), quienes expresan su nostalgia por días pasados, sus reflexiones sobre el declive, el inexorable paso del tiempo y las opciones, poco factibles, de trasladar su vida a otro espacio. No obstante, la expresión mediante el diálogo se restringe al máximo y el gran protagonista del filme, como en Paraísos artificiales, es el paisaje.

Precisamente este espíritu darwiniano, contemplativo, es una de las constantes de la película. Mediante long-shots percibimos el follaje, los inmensos horizontes y los lagos congelados del noroeste canadiense. El empleo de una cámara casi fija aprovecha el uso de los campos vacíos, exalta el contacto entre los seres y el entorno. Los personajes recorren y abandonan el paisaje dejando al viento, la nieve y el silencio pasar frente a nuestros ojos. Por eso, en este filme, la labor de Olaizola, a diferencia de otras perspectivas del reciente cine mexicano, se recrea en los surgimientos de la mirada, no en constituir una disertación pseudo-barroca y forzada sobre el juego de la representación y sus alcances. De ahí el interés por el axioma herzogiano de una fusión completa con lo documental, un cine que no pretenda (en un sentido didáctico o filosófico), sino que sólo presente una realidad, y deje que la belleza fotográfica de las imágenes de la naturaleza conquiste el tiempo fílmico.

Quizá en algunas partes de la película el énfasis excesivo de encuadres estáticos mientras las cosas suceden en campo pueda parecer un poco reiterativo. Sin embargo, en ciertos instantes se generan dialécticas visuales que consolidan una narrativa específica, como la relación entre lo exterior e interior. Las casas, algunas veces inclinadas por las condiciones topográficas, y los hombres se funden con imponentes extensiones de tierra, escenas que contrastan con los momentos dentro de habitaciones y graneros.

Así, tenemos dentro de las primeras imágenes un plano post-tarkovskiano de Norman sentado frente a una mesa vacía, en un cuarto de paredes despojadas de cualquier decoración, donde la luz azulada de una ventana anima el contorno de su figura y de los pocos objetos que le rodean. La naturaleza de la visión (donde encontramos algunos intentos por emular la búsqueda de un Pedro Costa) deambula entre los vastos y absorbentes panoramas, expresados en toda su amplitud, y los acercamientos a la intimidad del gesto, el despertar del recuerdo y la vida individual, como cuando Norman y Ron reconocen su capacidad de disfrutar, pese a todo, unos tragos de licor, “buenos hasta la última gota, como la vida misma”.

Olaizola se centra en un cálculo preciso del emplazamiento de cámara, donde el movimiento se constituye a través de la edición y de la prolongación del fade out como unión fluida, que regula el desplazamiento y se transforma en metáfora de la ocultación-desvelamiento de una naturaleza portentosa. De tal forma, en las distintas articulaciones de una mirada, paciente y escrutadora, entre los patrones de luz y los sucesos de la imagen, Fogo nos transmite ese ritmo pausado, pero alerta, capaz de detenerse en un crepúsculo en el horizonte mientras desaparece lentamente a través de los árboles.

 

25.02.13

 

Adriana Bellamy



Maestra en Literatura Comparada y Licenciada en Letras Inglesas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Se desempeña como conductora del Cine-Análisis en la División de Educación Continua de la Facultad de Psicología de la UNAM, ha sido docente en la Facultad de Filosofía y Letras y sus áreas de....ver perfil
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