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La vida sin memoria parece dulce...

por Jurxdo Imamura

 

Los formatos cinematográficos que llegan a mitad del siglo XX abrevaron en nuevas formas de ver. A la par de impulsar las nuevas olas alrededor del mundo, el celuloide en 8mm, 16mm y algunos otros formatos van a extender los grandes retratos de la vida cotidiana, esta vez, claro está, sobrepasando las tres dimensiones conocidas para aumentar nuestra realidad con el plus del movimiento. Estas nuevas formas de mirarnos (o bastante viejas ya) se dan cita en La vida sin memoria parece dulce… (2013), cuarto largometraje del realizador hoy presto interventor de películas ajenas, Iván Ávila Dueñas, uno de los cineastas mexicanos más interesantes hasta el momento.

A partir de pietaje casero ajeno, Ávila Dueñas establece un discurso, tomando en cuenta en que, para él, dicho metraje funciona como extensiones de nuestras memorias, o en todo caso, como suplementos artificiosos de ellas. Durante todo el filme se plantea de manera íntima (no estrambóticamente, como en Guía de cine para pervertidos, Fiennes/Zizek, 2006) una relación evidente entre el proceso cinematográfico y la elaboración de nuestros recuerdos, asunto que pone en sintonía con la obra y las ideas del doctor Arnoldo Kraus, de quien toma varios textos, e inclusive el título –extrañamente inconcluso– de la película.

La manera en que codificamos nuestras vivencias y cómo las traemos al presente en un sinfín de ocasiones será el pretexto perfecto de esta película que refabrica, desde un punto de vista dramático, una serie de filmaciones amateurs tomadas de tres archivos principales: el patrimonio que el mismo Ávila Dueñas recaudó en 2010 para su collage emotivo, Zacateco (y que ahora forma parte del archivo de Pedro Valtierra), algunas tomas de un sacerdote (hoy en resguardo del Archivo Memoria de la Cineteca Nacional), y algunas otras de un ingeniero; aficionados a sus camaritas y todos habitantes de un Zacatecas misterioso a destiempo, y que, sin haberlo sospechado, convergen en un mismo espacio: el montaje que el realizador lleva a cabo para contarnos lo que signó un eclipse, a su paso, en dos familias ficticias de aquel Estado.

Si contamos, como lo hemos hecho, el hecho fuera de la película que la hizo posible, quizá, frente al espectador, parezca un laberinto insondable, sin embargo es su condición, su sino y, tal vez por ello, no se deja fluir como debiera, como se intuye que proyectó que sucediera el autor que ya venía de un laberinto formalista (¡lyncheano!, pues sí) llamado La sangre iluminada (una joyita lamentablemente invisible ¿quién la vio? de 2007), que ya se debatía la visión entre las cortinas de la memoria y también de la fisiología humana, que vale la pena revisar como una de las mejores apuestas del nuevo cine de vanguardia, porque aunque el arriesgue existe, y es cosa cotidiana, en el actual universo del cine mexicano, probablemente nadie más que Iván (o mínimamente el Rodrigo Plá de Desierto adentro, 2008, por la intruición animada) lo está haciendo en su formalismo más cáustico, desde la materia física del cine, los rollos (los rollazos) de otros que construyen su película.

En suma, La vida sin memoria... es, como todo lo bueno que pasa actualmente en la vanguardia artística en general, una experiencia vívida, recreada para uno, grata o no, que se contempla de la butaca desde la parte más consciente con la que uno vaya al cine (por ejemplo, sabiendo todo lo que arriba se explicó), o desde la parte más irracional con la que uno se presente frente a la pantalla (que la hay, y bien bonita).

Desde su parte consciente, y además con referencias al monumental Chris Marker a partir de sus ideas acerca de la memoria y del cómo construimos nuestra propia historia, tanto la particular como la universal, Iván Ávila Dueñas desmonta un cúmulo de escenas ajenas para reconstruir un sencillo pero significativo recuerdo que se vuelve parte de todo espectador que llegue a la sala de cine para maravillarse con lo que de ahí saque, a pesar de que hace falta (aunque se siente vibrar en las recreaciones fisionómicas de la mente) el gran Farabeuf de Salvador Elizondo y su persistencia de olvido, ya en el caso de que se le pudiera sumar al Kraus tan querido por Ávila Dueñas.

Lo irracional casi lo es todo en esta película, y nos pone, a los espectadores, en la picota del voyeur que se interna naturamente a una película en donde se le va a contar una vida ajena, como normalmente pasa, sin embargo el ingrediente extra de este filme es, obviamente, el formato: que sean cortes de películas que alguien más ha hecho en la vida real ofrece la experiencia antes mencionada, ¿qué es la vida? ¿dónde está el cine?

He ahí la cuestión de la que ya ha tratado Sergio González Rodríguez (“El Ángel”, Reforma, 7 abril, 2013) citando a la Rosalind Krauss (en la primavera de 1979 de la influyente revista October) que deslindaba la pureza formalista del arte hasta entonces desarrollado por el hombre: el arte limitada a sus medios, a sus materiales, a sus derivaciones e intercambios transdisciplinarios hacia el híbrido totalitario que más de treinta años después se desarrolla en el cine con cierto aliento y cierta aceptación entre el público.

 

10.04.13



Jurxdo Imamura


Ensayista de cine de mediana edad, japomex atrapado en el movimiento moderno del siglo pasado, corresponsal fílmico y miembro activo de la IFCA, Sociedad Internacional de Críticos Cinematográficos.....ver perfil
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