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La parábola de la locura

Camille Claudel 1915

por Amado Cabrales

 

Dirigida y  escrita por Bruno Dumont, a partir de la correspondencia  de Camille Claudel y archivos del expediente clínico, el filme narra lo que  transcurre en 1915 en Montdevergues, sanatorio a las afueras Avignon, en donde la escultora (en un tiempo amante de Rodin), espera a su hermano, Paul Claudel, con la esperanza de que acceda a su petición de que la saque del sanatorio.

Primera escena: la protagonista momentos antes de ser llevada a bañar. Es quizá la única escena en la que la veremos de espaldas a nosotros, pues a lo largo del film, la imagen central será el rostro compungido de Camille-Binoche en una creciente espiral de desesperación. Close up, el rostro deslavado, ojeras, la mirada alerta,  la cámara gira para dejarnos ver lo que observa Camille, sigue la siluetas de las ramas de un árbol, mira hacia el horizonte, mira el huerto del sanatorio, sus ojos inquietos auscultan las formas, las siguen en un trazo imaginario. El rostro y su mirada como medio de entender su condición de encierro su progresivo dolor al ir perdiendo la esperanza de algún día salir.

El grito y el balbuceo de los locos siempre está presente, gestos y sonidos monomaniacos estridentes, resultan desesperantes. Camille es auto suficiente, se alimenta ella misma por temor a ser envenenada, siempre una papa y un huevo hervido. Camina silenciosamente por los pasillos, ayuda a los demás internos. No, Camille no está demente, o al menos así lo parece.

Con lo grotesco, en árida repetición, Dumont nos muestra a detalle los rostros de los pacientes, desencajados, desprovistos de expresión singular, babeantes, jadeantes y ruidosos. No es simplemente el hecho de cómo estas figuras contrastan con Camille, si no a pesar de la torpe bondad y simpleza de sus congéneres, Claudel está sola, no existe el diálogo. Las enfermeras como el doctor se limitan a lo básico, la protagonista ha sido reducida, encerrada en sus propios pensamientos. Surge entonces de la voz de una enfermera una pequeña luz, Paul, su hermano, vendrá a verla.

Más  allá de su delirio, Camille enloquece de soledad, de dolor, en un espacio que fecunda la locura, que la recluye y la promueve. Camille a todas luces es proclive a la terapia y a la sanación, mas pertenece a un tiempo en el que a pesar de los avances de la clínica, la locura aún es asociada a un castigo divino.

¿Qué la llevó aquí? ¿Qué clase de acto puede ser tan grave, para dar un encierro sin juicio, sin miramientos? Más que una demencia o un delirio de persecución, Camille cumple una condena. Su castigo es la arrogancia de la creación, la pretensión del artista de crear la belleza en semejanza a dios. Derecho al que sólo los hombres acceden.  Su delirio es una intuición, culpa a Auguste Rodin de su encierro, mas no puede ver la imagen en su totalidad. No puede ver quién le juzga y la mantiene presa.

Sin aventurar conclusiones, o adelantar el final de la película, la presente obra de Dumont explora la gesta de la locura en la esperanza, en la vana creencia de algún día salir se encuentra la semilla del horror. Camille paga su locura con el encierro, debe asumir su castigo sin culpa, debe reconocerlo y pedir perdón, aprender de ello, mas, si Camille es capaz de esto, implica un ejercicio de raciocinio que la mayoría de los demás pacientes no comparte. Se deja intuir una segunda hipótesis de su reclusión y esta radica en el simple hecho de ser mujer, de la incomprensión de su familia y de la locura como manifestación divina, como castigo a su atrevimiento.

 

06.11.13



Amado Cabrales


@Amado4
Artista plástico, cinéfilo y estudioso del cine autodidacta, amante de toda expresión libre y consiente de la fuerza de la imagen, interesado en las formas y significados que encierra el uso de la información y el ocio.....ver perfil
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