por Jazmín Bonilla
fotografías: Iranyela López
“Yo sí vería si no fuera por este güey que mide tres metros”. “Agáchate, cabrón; tú, el de la camisa de cuadros”. Los asistentes llevan horas a la espera de Se levanta el viento (Kaze Tachinu, 2013), el último largometraje de Hayao Miyazaki. Algunos sólo esperan para ver la insignia azul característica del inconfundible estudio de animación del prolífico director; otros, más temerarios, se acercan al lugar por curiosidad y ahí aguardan. Casi se pisan los talones. Están unos encima de otros. Violan el espacio vital de los otros. Parece la dinámica de un concierto popular so pretexto de una festividad anual.
Desde la calle República de Brasil hasta Luis González Obregón y República de Cuba, grupos de jóvenes, en su mayoría, caminan raudos. Se apresuran cada vez más al advertir la sincronización del sonido y la imagen en la pantalla instalada a unos metros del suelo, no lo suficiente para atisbar a la insigne Plaza de Santo Domingo, ubicada unas calles detrás de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. El trance recuerda la aglomerada exhibición a cielo abierto que vimos en Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore.
El recinto, en el que se localizaba el Palacio de Cuauhtémoc antes de la llegada de los españoles a México, se hunde y alardea desniveles con el arribo de los concurrentes. De pronto anochece. La fuente, con la estatua de la Corregidora Josefa Ortiz de Domínguez, está rodeada por gente que parece no tener ningún deseo de liberar las butacas de piedra que, de vez en cuando, reciben disparos de agua provenientes del centro de la rueda. La mayúscula plaza está partida por el centro; el constante ir y venir de los camiones de un rojo brillante, que se detienen justo frente a la iglesia, bombardean de sonidos ingratos y de olores pesados.
Las indicaciones de los organizadores por el micrófono desalientan a los ocupantes del carril confinado del Metrobús. Los mismos quejosos después agradecerán, con exaltación, las facilidades para llevar a cabo la inauguración del Festival Internacional de Cine de la UNAM en tan céntrico lugar.
La frase indeleble del poeta Paul Valéry, que abre el drama que despide la trayectoria del consagrado director japonés, colma a los espectadores de una notable conmoción: silban, aclaman y aplauden. Se emocionan hasta el hastío. El sonido envuelve en espiral el lugar, se distribuye diverso… el aleteo en la pantalla lo disfrutan pocos. Los colores vivísimos se pierden entre las desmesuradas figuras redondas de molleras agrupadas. “No veo ni los pinches subtítulos”, “Ya sólo falta que les avienten chela a los de adelante”; las frases salen disparadas desde algún punto del amontonamiento y provocan las risotadas de la bola de amigos que está casi en el borde de la acera.
Se vive La llegada del tren a la ciudad (L'Arrivée d'un train en gare de La Ciotat, 1895) en animación, con la legendaria historia de la huida y sobresalto del auditorio, que ahora mismo se va porque no encuentra ángulo posible para deleitar la enorme avidez de comprender lo que sucede en la gran pantalla.
Una joven nipona se estremece al escuchar su lengua materna, susurra al oído de su acompañante y prefiere sentarse en el suelo. La bulla comienza desde atrás, desde el extremo norte; todo es un eco: “Ya siéntense, no vemos nada”, “¡Sí, díganle a los de en frente!”. Como un juego de dominó, principia la “acomodadera” de gente; de atrás hacia adelante. Los últimos se niegan tajantes y provocan la furia de los arrellanados asistentes.
Dos patrullas cierran la calle de cada lado. “¿Para qué masificar el evento, si sólo caben veinte personas sentadas en las sillas?”, dice Arturo, mientras otros lo callan con chiflidos y mentadas de madre. Sobresale el sentido callejero y gratuito del evento. Importa todo, menos la película.
Desde el fondo de la plaza, es posible advertir el movimiento de la gente que ya comienza a esfumarse. Una muchacha se queja y abandona a su acompañante sin recelo: “Ya ves, te dije que esto iba a estar de la mierda”.
01.03.14