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El público y el cine de arte: algunas preguntas

 

por Germán Martínez Martínez

 

Desde hace años me ha intrigado la mecánica de la asistencia del público a salas de cine y otras actividades culturales. Sin tener respuestas finales, observo varias paradojas. El sentido común podría sugerir que pocas personas acudirían a las salas y los festivales de cine de arte. Sin embargo, como describiré más adelante, con frecuencia hay cines repletos para ese tipo de películas. Aunque también llega a ocurrir lo contrario. Apenas el año pasado, por ejemplo, se cumplió una ilusión que había tenido desde adolescente: que se proyectara sólo para mí una película, en sala comercial y en función abierta. Varios factores podrían explicar la situación que viví: el horario temprano o la ubicación del cine. No obstante, a lo que asistí no le faltó difusión pues era parte del ciclo más tradicional y publicitado de la Cineteca Nacional, en las proyecciones que se realizan fuera de la sede de Xoco. Como en otros momentos, me surgieron preguntas: ¿por qué faltó el público?, asumiendo que las proyecciones sean valiosas –así sea sólo porque están subsidiadas con nuestros impuestos–, ¿qué se puede hacer para atraer gente a ellas y, quizá tanto o más importante, para que ese público no acuda por casualidad sino que esté informado de lo que verá y pueda, por tanto, disfrutarlo al máximo?

            Como sugería, esto no parece ser un asunto de “invertir” en publicidad –aunque a los adoradores de ella les parezca lo indispensable–, ni que ataña exclusivamente a México. Pienso en el caso del British Film Institute que, quizá por ley, tiene siempre anuncios de sus retrospectivas en importantes estaciones del metro londinense, con la, para mí, incomprensible consecuencia de que dichos ciclos sean, con frecuencia, escasamente atendidos. Hay casos, en cualquier país, en que hechos como estos resultan un verdadero desperdicio. Atestigüé uno de ellos al principio de este año. Como parte de la retrospectiva de Serguéi Eisenstein en la Cineteca, se proyectó La película mexicana de Eisenstein, editada por Jay Leyda en 1958 con material filmado décadas antes por el ruso y su equipo. Al inicio de la función había 13 personas en la sala –lo que no debiese ser ningún escándalo, por las características de la cinta. Al final quedamos sólo 4 individuos, si bien una persona salió en los últimos minutos. Fue una proyección muy extensa –cuatro horas–, sin que lo presentado fuese realmente una película, sino una compilación de secuencias sin sonido alguno, en una sala en que sólo se oían nuestros movimientos y el proyector recorriendo la cinta de 35 milímetros, es decir, fue un auténtico acontecimiento cinéfilo. Considerando la migración de formatos, me animo a afirmar que se trató de una función histórica: es probable que pasen décadas antes de que las imágenes proyectadas esa tarde vuelvan a verse en ese formato en este país. Estoy seguro de que los jóvenes estudiantes que se levantaron y dejaron la sala no tuvieron la menor consciencia de la excepcionalidad de lo que renunciaron a seguir viendo. Quizá lo que los había llevado ahí fuese la mera circunstancia del horario de inicio de la función. Así, se desaprovechan no sólo oportunidades, sino recursos en una responsabilidad compartida. Esto no es achacable sólo a la institución que ofrece la película, ni –aunque fuese deseable que existiese– a un público ideal que tuviese que estar excepcionalmente bien informado, sino que también se relaciona con un sistema educativo –gobierno– que quizá no ofrece lo suficiente en cuanto a educación artística y una sociedad –acaso menos “civil” de lo que se pregona– que tampoco parece valorar la cultura de una manera coherente.

Ahora bien, como decía al principio, la dificultad de entender el comportamiento del público también se da en el sentido opuesto, cuando incluso se agotan los boletos a pesar de que, desde un punto de vista crítico, algún festival no ofrezca en realidad películas siquiera interesantes. Parece inevitable pensar en el esnobismo, es decir en la actitud que lleva a algunas personas a conducirse por criterios de crear una apariencia propia más que por el arduo –y placentero– ejercicio de la evaluación estética. Aunque el esnobismo podría ser una de las razones para ir o no a una función o actividad cultural, difícilmente se trata de una explicación última. Cada año, por mencionar un caso, no deja de impresionarme la cantidad de gente que agota los boletos para la Semana de Cine Alemán, que ahora mismo está a punto de concluir nuevamente. En 2014, salvo que la memoria me falle de forma abrumadora, la totalidad de sus películas entraban en la categoría de cine de arte o, con mayor precisión, sus realizadores habrían buscado que fuesen parte de ella. Pero, en realidad, se trató en su mayoría de cintas fallidas, aunque eso no parecía disminuir la excitación del público, buena parte de él, a mi parecer, menor de 25 años. ¿Fue un año excepcionalmente pobre en cuanto a cine? Si no fue así, ¿por qué el público sigue favoreciendo esta muestra con su presencia?

Este año, habiendo visto hasta el momento ya casi todas las cintas de la Semana, incluyendo el ciclo dedicado a la trayectoria de un actor –que contiene películas disfrutables–, considero que entre los largometrajes nuevos no predominan las cintas perdurables –lo que seguramente también ocurriría con una selección anual tan grande de cine mexicano. La buena factura técnica de varios filmes no es suficiente. La Semana incluye Victoria (Sebastian Schipper, 2015), de destacada habilidad narrativa y merecida atención, 13 minutos (Oliver Hirschbiegel, 2015), una reconstrucción histórica de buena realización, o la entretenida comedia romántica Un regalo de los dioses (Oliver Haffner, 2014). Pero también está en el programa una de dos películas “infantiles”, sobre la que oí decir que parecía “hecha con un celular”, y no por virtud de ser experimental, sino llanamente por su pésima calidad. Además, varias cintas refieren reiterativa, y aburridamente, a la representación del consumo de drogas y descansan, sobre todo, en el efectismo del estruendo y las luces centelleantes, mientras que alguna otra es francamente inverosímil. Como programador que también soy, puedo entender que la Cineteca, una de las sedes de la Semana de Cine Alemán, tiene que tomar un paquete de películas y no interferir en la selección. Sin embargo, puedo también suponer que haya personas que se pregunten por qué si la Cineteca se ha terminado entendiendo como un espacio para el buen cine, se exhiben cintas de exigua calidad como la “infantil” mencionada. ¿El hecho de ser extranjera puede justificarla? E insisto en la cuestión que aquí me ocupa: ¿qué determina la presencia del público? Claramente, no es una calidad excepcional de las películas lo que distingue a la Semana de Cine Alemán y atrae a los asistentes.

Por supuesto, muchos de los compradores de boletos pueden ser estudiantes del idioma alemán. Pero, ¿es tan popular el aprendizaje de esta lengua en México? Hay también otras motivaciones como la curiosidad cinéfila. Sin embargo, no me resisto a mencionar una hipótesis más: podría haber un morboso y retorcido racismo –de parte principalmente de mestizos– en ver cine alemán. Esto sería cercano a la razón que lleva a casi todo vendedor ambulante de libros en el Centro Histórico a contar con títulos sobre los nazis y Adolfo Hitler, con una clientela asegurada. No obstante, esto es sólo una suposición ante la falta de calidad cinematográfica que observé en la Semana de 2014, además de que cierta desencaminada fascinación por los nazis es internacional. La mera popularidad de la muestra puede ser la explicación del círculo virtuoso/defectuoso de la asistencia a la Semana de Cine Alemán: la gente va porque muchas personas van a la Semana...

A su vez, también el año pasado, la Semana de Cine Nórdico tuvo una serie de películas muy dispares entre sí, tanto en términos de géneros e intenciones, como de calidad. Hasta donde pude presenciar, tuvo buena concurrencia, pero en absoluto comparable con la semana alemana. Así, una virtud del ciclo alemán –que también puede ayudarnos a entender su éxito de público–, es la coherencia en los materiales que proyecta, pues ésta hace que quienes se limitan al cine de arte asuman que eso es lo que tendrán, aun si se les da gato por liebre –lo que además conlleva el problema de la confusión en los jóvenes que están formando su criterio cinematográfico. En supuesto contraste, desde tal perspectiva, el Tour de Cine Francés ofreció una muestra de filmes de entretenimiento, también con audiencia significativa, pero tampoco al nivel de la semana alemana. Ante el Tour, noté la queja de una esnob, quien expresó que se trataba de meras películas “comerciales”. Diferí de su apreciación. Para empezar, está el hecho de que, de otra manera, difícilmente esas cintas habrían sido proyectadas en México. Por otra parte, a diferencia del ciclo nórdico, la calidad de las películas francesas era notoria, indicativa de cierta fortaleza de la industria cinematográfica de ese país. Permítaseme otra perogrullada: la existencia real de una industria amplía las posibilidades de producciones para diferentes públicos, incluyendo las realizaciones auténticamente artísticas. Asimismo, hay que asumir que si bien en cuanto al arte la subjetividad siempre juega un papel, no es necesario caer en el relativismo para justificar elecciones o juicios: el acercamiento amplio e inteligente a la tradición y lo nuevo, el estudio sobre ellos y la reflexión y diálogo sobre el conjunto de las obras, sí ofrecen elementos firmes para la apreciación del cine y el arte.

            Hay que evitar las explicaciones fáciles y ofrecer soluciones de manera automática, aunque esa sea la norma en los medios de comunicación mexicanos. Me parece que es necesario reconocer que, por lo general, sabemos muy poco y que hay múltiples dimensiones en el simple hecho de que haya o no concurrencia a algunas actividades culturales. Desde la soberbia se pueden descalificar los comportamientos del público –que termina siendo referido como una entidad al mismo tiempo personificada y fantasmagórica–, pero la utilidad de esa actitud es principalmente la afirmación de la identidad del esnob, no mucho más. Las recientes exposiciones de Yayoi Kusama, en el Museo Tamayo de la Ciudad de México, y de Leonardo y Miguel Ángel en el Palacio de Bellas Artes, han tenido cientos de miles de personas en ellas. Esto ha llevado incluso a dejar abiertos los recintos durante todo el fin de semana, las 24 horas de cada día, al final de su ciclo. Aparte del juicio sobre lo expuesto, ha habido críticas en cuanto a que muchos parecían sólo querer tomarse un autorretrato en la exposición. Es cierto que si esa es la motivación, difícilmente se buscará comprender y disfrutar las obras, si es que eso es factible entre el gentío. ¿Qué se podía hacer? ¿Limitar el número de asistentes aplicando un examen sobre apreciación del arte y examinar psicológicamente la legitimidad de los propósitos para adquirir el derecho de acudir a la exposición? ¿Cómo se elaboraría la lista de las razones aceptables para ir al museo en cada ocasión? ¿Podría alguien seriamente proponer algo como esto?

Los asuntos del comportamiento del público no tienen por qué permanecer en el misterio. Hay herramientas intelectuales, bastante más sofisticadas que los poco representativos cuestionarios que hacen los festivales de cine, aleatoriamente, a unos cuantos individuos que van saliendo de las salas, que permitirían entender y a tratar de reencauzar estas conductas. Más que sólo pensar sobre el tema, es posible promover, no sólo intuitivamente y no sólo a través de la publicidad, que las personas aprovechen la oferta cinematográfica –y cultural–, de una manera informada y educada. Asimismo, es responsabilidad de las instituciones públicas y de los festivales –frecuentemente también financiados con presupuesto proveniente de impuestos–, potenciar dicha asistencia no sólo cuantitativa, sino cualitativamente. Si lo central es la cultura, no basta reportar que se hizo tal o cual ciclo, o que acudieron tantos miles de individuos a él, sino que debe ser aprovechado, de la mejor manera posible, por los más que se pueda. Además, y acaso principalmente, podríamos discutir sobre nosotros mismos. Si hoy es Leonardo y mañana las carreras de fórmula uno, probablemente somos una sociedad frívola que mata el tiempo con lo que ofrezca la temporada. El arte, que se suele asumir y designar como paradigmático de la experiencia humana, sería así uno más entre muchos consumos irreflexivos.

28.08.15

 

 

Germán Martínez Martínez


Escritor, académico y director de programación del Discovering Latin America Film Festival de Londres. ....ver perfil
Comentarios:
09.09.15
Tubinho dice:
El sistema de "educación artística de una sociedad" dedicada al entendimiento del cine ya es esnob per se...con el caso de la disminuida “civilidad” no puede entender el valor de culto del arte cuando el arte dejó de acudir a la sociedad. La manera "coherente" en que ahora se pretende solo "ser parte", ya ni siquiera entender el séptimo arte, es un grito de auxilio por parte de quienes pueden disponer de eso ocio intelectualizado pero a cada oportunidad comienzan por denostar la experiencia del otro...específicamente el espacio denominado "cineteca nacional" nos habla de un tiempo al que ya no pertenece este público, no solo en edad escolar, las salas de cualquier producto cultural están llenas de pretensión o de hostilidad romántica, el arte, esa palabreja esta enferma por la hegemonía del creador, pero por fin nos estamos dando cuenta lo vacuo del acto en si que cuestiona indiscriminadamente a tiro de piedra reclama y vuelve la mirada.
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