por Xidarto P. Legribés
Nublazón y el Festival sigue su curso.
Siguiendo con el estricto sentido de la idea laboral de la mirada, el domingo no puede existir en el carácter de quien ve y aquí suscribe, así que lo omití sin consideración a ninguna película del Festival. No extrañen ese día olvidado del señor y, en cambio, disfruten de lo que el lunes aconteció.
Entradas las 16 horas, que seguían sin pintar de buen calor de primavera que ya se escucha venir, me presenté en la única sala espaciosa del nuevo complejo cinéfilo de la UNAM, la Julio Bracho, para seguirle la huella -de ser eso humanamente posible- a la competencia internacional de largometraje.
Japón-México: más cerca que nunca
La película: una rareza que ostentaba llegar a serlo: Interior / Exterior (2011) de Mauricio Novelo, un placentero triángulo pasional entre su público, nosotros los espectadores; él, su atinadísima cámara y su cuidadísima edición; y 12 artistas japoneses excepcionales, que iban del dominio del complejo e intenso Butoh al alucine dramático de la caligrafía, tratando de no abarcar todas las disciplinas artísticas, sino de aprovechar a los artistas que generosamente hablaban a Novelo, también guionista y productor, por si algo le hiciera falta a este autor-orquesta.
Interior / Exterior no tiene un final o un principio funcionales. Bien que podría desplegarse a lo largo y ancho de la sala, como un gran papiro, y dejarse ver desde donde se quiera. Sin embargo, como estructuralmente sí va sumando situaciones y argumentos que pernean un diálogo con el espectador, bien que podría decirse que este filme es una fractal que transcurre en base a tres premisas que los artistas tratan de elaborar para el cineasta: 1) Lenguaje, 2) Espacio y 3) Mito. Nada más, boquiabierto lector.
No he de agregar que las disquisiciones a las que llegan los personajes son sublimes (lo mismo hablan de Kurosawa, que de la era nuclear, del erotismo; igual exponen de la energía corporal, del ritmo citadino, que de la piel, de los miedos y deseos, que de los kamikaze y la inmadurez sexual de los japoneses) y que se van aderezando con imágenes paralelas del Japón que fue atrapando con su cámara el propio y solitario Novelo, un cineasta enamorado de los misteriosos bailes de las medusas (a las que les dedica los últimos fragmentos de su película) al que no hay que perderle la pista a partir de aquí.
No obstante el festín que esa sola película puede provocar, opté por zamparme un espresso hirviente y entré a ver la anunciada como indigesta nueva versión de No podemos regresar a casa (2011) de Nicholas Ray.
Nicholas Ray: hacia el desaprendizaje total
De pronto en una pantalla dentro de otra pantalla dentro de otra pantalla aparecen sin avisar cuatro posibles películas malonas y exacerbadas, una peor que la otra, de un grupo de estudiantes del otrora consentido de Elia Kazan por ende consentidazo de cierto sistema de privilegios cinematográficos, Nick Ray, quien también siendo profesor del grupo que firmará la película se convierte en un pésimo alumno suyo: un respetable ejemplo de cómo se desanda el camino con humor y elocuencia.
El filme es una posible construcción de la locura para el espectador promedio y una posible locura formal para el sibarita. Va de lo casi sublime a lo casi grotesco, siempre muy atento de no ser ni una ni otra película (de las cuatro o cinco posibles que es, y que no es), y hacia el final conquista a los sobrevivientes del arrullo de la explosión de imágenes (gran paradoja) que aún se encuentren en la sala con un simulacro de suicidio bien acabado del propio y legendario cineasta.
Destaca, en medio del paroxismo no obstante controlado por parte de Ray sobre sus alumnos, el uso de la(s) banda(s) sonora(s) al que sin ninguna pena habría que agregarla como un discurso más sobre los diversos escenarios que plantea la película, quizá el más adecuado para esa clase de cine, que intenta ser un cine sin clase, que lejos del Godard más experimentuoso de la actualidad, se esfuerza por llevar al punto muerto las acciones que enmarca.