Joaquín Gutiérrez Heras, gran compositor del llamado grupo Nueva Música de México, murió ayer a los 85 años. Este músico experimentó al máximo las posibilidades que la música utilitaria ofrecía a esa camada de músicos nacidos en los albores de los 30, y muy pronto, en el camino de la música para la escena, llegó a manos de los hermanos Barbachano para musicalizar triviales documentales turísticos sobre México. Así comenzaba una carrera que, según el propio músico siempre dijo, conjugaba sus dos pasiones: la música y el cine, que, a partir del insufiente Pedro Páramo (1967) de Carlos Velo (con una de las partituras más expresivas del cine mexicano) fueron asuntos inseparables en su carrera hasta el año 2000, en que musicalizó uno de los varios documentales que existen del mexicanísimo pintor(esco) Francisco Toledo.
En 2008 se le reconoció su declarada cinefilia, después de más de 30 películas musicalizadas magistralmente, con la medalla Salvador Toscano, siendo el segundo compositor de banda sonora en recibir la distinción (el primero fue el centenario Manuel Esperón en 1984, y la diferencia entre ambos trabajos reconocidos es profunda). Su trabajo en el cine siempre fue generoso. Nunca pichicateó el medio, como si fuera un trabajo de segunda, eventual, como sí lo era, al contrario: se podría afirmar que no se daba un apasionamiento tal en la composición musical para cine desde que las partituras de Don Silvestre Revueltas hicieron vibrar al celuloide.
Quizá, entre los muchos y variados trabajos que hizo para Jaime Humberto Hermosillo, nos guste más lo hermosamente conseguido en Matinée (1977), esa gran pieza sobre cinefilia, que otras; quizá en El complot mongol (Eceiza, 1978) no sobresalga tanto la sutil investidura musical del legendario y crepuscular Filiberto García, pero se le agradece la discreción; quizá Ripstein nunca supo valorar el industrioso esfuerzo de Gutiérrez Heras por traducir el horror del enclaustramiento de la familia utópica de Gabriel Lima en El castillo de la pureza (1973), quizá.
Pero la banda sonora que exculparía a Gutiérrez Heras, si hubiera qué hacerlo, de todo error circunstancial, si hubiera que buscarlo, sería la preparada para el maestro Alberto Isaac y su "humilde" proyecto Olimpíada en México (1969), una joya fílmica que precede al abordaje moderno de este evento que hace mucho dejó de ser preponderadamente deportivo para pasar a ser un asunto meramente comercial.
Todas las partituras hechas para esta película -tan poco presumida por la Filmoteca de la UNAM- son obras maestras del serialismo conspicuo más robusto que nunca se haya experimentado en nuestro país, fruto de la fina compañía que hace el gran músico con gran ojo a los cortes elegidos por Isaac en su gran propuesta de elaboración fragmentada de los Juegos Olímpicos para exacerbar todas las emociones deportivas.
He aquí abajito un fragmento de dicha película a la que por razones inexplicables los españoles peninsulares doblaron nuestro español suponemos indigno de ellos, pero no importa: clávense en la experimentación sonora que da a la imagen el cuerpo completo que necesita para transmitir la intención y levantemos los vasos a la salud eterna del maestro Joaquín Gutiérrez Heras y a favor de una difusión más amplia de sus magníficas obras para cine.