por Cuauhtémoc Pérez-Medrano
Domingo en Berna, la tarde va cayendo y la ciudad semivacía, algunos ora distraídos ora testarudos pululan en las calles, donde escuchan sus propios pasos; caminan sin resignarse a que la ciudad duerma los domingo. Bajo la idea de un día completo de descanso, sonntag-ruhig, el domingo se aletarga. Los gatos se asoman en las ventanas y con la parsimonia en su parpadeo llevan el ritmo de esta cuidad. Casi ningún negocio abre, y si abre, cierra muy temprano, como algunas tiendas al estilo Seven-eleven regadas a lo largo y ancho de la ciudad.
Lo único vivo, hay que decirlo, es la estación de trenes y algunos de sus negocios alrededor, pero aún así se puede sentir el entumecimiento de las horas que van entrecortadas entre tren y tren. Particularmente hoy, emergen las ganas de ir al cine, que también está abierto, y aunque en Berna hace un frío terrible, seco, no merma la fachada de una de las salas de cine locales. El lugar es el Kellerkino, un sótano fílmico, como su nombre claro lo dice: asientos rojos para 50 personas, a lo sumo, implantados en un hoyo en la tierra con una pantalla y un proyector.
La escalera que conduce a la sala está decorada a sus costados por carteles de películas por venir, minuciosamente pegados con cinta adhesiva. Al bajar a la izquierda, justo en medio, se encuentra la taquilla y también la sala del proyector. La escalera dividida por una cuerda, permite la entrada y salida, y en la orilla de sus peldaños, más cartelitos y programas para llevar. Afuera tan sólo una banca para quien espera, ¿y el baño?, alguien se preguntará: en una casa aledaña (puerta de madera, pasillo, otra puerta), preguntar por las llaves en la taquilla. Algo muy peculiar. El ambiente del lugar es acogedor y cálido, un hoyo escondido entre tiendas y galerías sotaneras de Kramgasse 26.
Después de mirar la programación nos decidimos por un drama chileno, Gatos viejos (Silva, Peirano, 2010). Nada complejo, pero a ratos bien filmado, los problemas de la vejez y las relaciones familiares entre adultos, desde una perspectiva muy intimista. La película no tiene grandes espacios de grabación: por un lado un vetusto departamento en un octavo piso, carente de vacíos, lleno de libros, animalitos de cerámica, cuadros y más objetos personales: recuerdos; y por el otro, el parque público aledaño, construido en una colina con pasillos, escaleras y puentes, un pequeño laberinto en alguna parte de Santiago de Chile.
Con ironía el filme nos pone en un domingo en la casa de una pareja anciana, quienes reciben la irritante visita de una hija nada bienvenida. Me parece que la pregunta que emerge de la película, en este caso, es ¿una mentira blanca puede apagar la frustración que se ha alimentado desde hace mucho?
Entre el Alzheimer y la cocaína, una pareja gay y los lazos de la vejez, las frustraciones y la confianza que se recobra, va el filme sin música (hecho destacable): retrato de dos gatos viejos y gordos. Por otro lado los laberintos están a la vuelta de la casa, o de la vida. Quizá mi pregunta es una sobrelectura. Pero qué importa. Uno tiene que buscar una bola de estambre para entretenerse un domingo en Berna, bajo el sonntag-ruhig antes de dormir. Por eso uno camina, dominical, entrelaza y desenvuelve sus ideas sobre el Kellerkino, que es de por sí una urdimbre medular para conocer el cine underground de Suiza, literal y en paralelo.
Ahora sí, a dormir.