Confesiones generales de Jorge Ayala Blanco
por PR
Dos años después de haber participado en El gran premio de los 64 mil pesos, el joven Ayala Blanco, a bordo de su bicicleta que lo conducía a lo largo y ancho de una Ciudad que lo permitía, ya estaba hablando y programando películas en el cineclub del Instituto Politécnico Nacional, donde se formó como ingeniero químico, pero siempre con la comezón intelectual de la cinefilia desbordante, gracias a la cual emprendió su primer proyecto literario de la mano de Rulfo, Arreola y Monterde.
Me formé en ingeniería química por tener un mediohermano químico y ser muy hábil para las matemáticas; al siempre marginado Poli lo elegí porque me quedaba muy cerca de casa. Entonces sí me comenzó a ganar la cinefilia; recuerdo haber traído al Sadoul en medio de las páginas del libro de termodinámica [es Georges Sadoul, y sin duda al libro que se refiere es la Histoire générale du cinéma]. Empezaba a estudiar alemán y francés de manera formal, aunque se me daba casi por herencia familiar, y con el inglés que normalmente adquirí en mi educación básica hablaba ya por lo menos tres idiomas, sin contar con que iba aprendiendo italiano a partir de las películas de Visconti y Pasolini después de haberlas visto 80 veces.
Ya había tenido una fuerte dosis de cine mexicano en mi infancia. Me tocaba descubrir el cine artístico, y se dio en el cineclub del Poli. Ya sabía la historia del cine, ya la había estudiado, incluso ya había concursado para ganar una fortuna con la historia del cine; sólo me faltaba ver las películas de las que tanto había leído, y el gran encuentro fue con una maravilla llamada La bella y la bestia (1946) de Jean Cocteau, en la sala del cineclub del Instituto Francés de América Latina, donde desde finales de los años 50 iban todos los pedantes y mamones de la Ciudad de México que llegaban recitando al Sadoul. Yo veía siempre con recelo a todos, pues mi carta de presentación es el cotorreo y no de falsa solemnidad.
Después comencé a encargarme naturalmente de las sesiones del cineclub del Poli, que estaba entonces en la Facultad de Medicina rural. Escribía textos de presentación para las películas que se pasaban, que luego leía frente al público asistente a las dos funciones con el mismo programa: a las 17 y a las 20 horas. Yo preparaba todo con anticipación, pero no podía asistir a la primera función, a la que iba mi hermano mayor, leía lo que yo había escrito y, de paso, se endilgaba mi trabajo, e incluso andaba diciendo que como no podía asistir a la segunda función, le encargaba a su hermanito Jorgito que leyera lo que él mismo había preparado para su público.
En el Poli todo era demagogia cardenista. En mi cineclub se estrenó Iván el terrible (Eisenstein, 1944), que me impactó profundamente, y fue el único lugar donde pasaron la espeluznante Sombra del caudillo (Bracho, 60) antes de que la prohibieran.
Terminaba mi carrera y comencé a escribir en el suplemento cultural más malo de nuestro país en 1963, “México en la culturaâ€, al que todo el mundo conocía como “México en la costuraâ€, que sobrevivía en el periódico Novedades, el único que no me había aventado mis textos de crítica cinematográfica en la cara.
Vivía ya con mi primera mujer, Rita Murúa, escritora también, a quien conocí en un curso que impartía Gastón Melo –hoy cura en todas las películas mexicanas– de teatro en la legendaria Casa del Lago. Ahí fue donde me di cuenta que escribir crítica de cine se me daba mejor que otra cuestión literaria.
En la crítica podía yo usar todo el lenguaje poético que me diera la gana sin llegar al poema; podía insistir en lo narrativo sin llegar al cuento. Comencé a darme cuenta de los límites inagotables del lenguaje que quería emplear.
Poco después pedí la beca para ensayo en el Centro Mexicano de Escritores. Mi propuesta era escribir una apasionada obra a imagen y semejanza del Sadoul; se llamaría Escarnio y pasión del cine mexicano –título que parodiaba al del libro de José Bergamín, El pozo de la angustia. Burla y pasión del hombre invisible de 1941–, que finalmente se transformaría en La aventura del cine mexicano, que hice asesorado por mis maestros de lujo: Juan Rulfo, Juan José Arreola y Francisco Monterde, una auténtica autoridad moral para escritores jóvenes, pues era entonces presidente de la Academia Mexicana de la Lengua, a la que estuvo a punto de entrar mi padre, como buen latinista que fue.
Rulfo, el más cercano al cine de los tres maestros, siempre me defendió frente a todos; Arreola se quedaba impresionado de dos o tres intuiciones prosódicas que veía en mí; y Monterde bendecía mis textos, llenándolos de crucecitas verdes en todos los renglones, señalamientos positivos y amonestaciones que debías considerar: tu texto, en sus manos, se convertía en un camposanto.
Mis textos provocaban grandes pasiones entre mis compañeros. Detestaban las que decían eran mis “inelegancias estilísticasâ€, pues me dio por mezclar sin precedente un lenguaje exquisito con leperadas, en un afán por extender las posibilidades del lenguaje ensayístico a sus extremos, sin dejar casi nada en medio.
Mi español provenía tanto de Tepito y lugares aledaños, como del trato cotidiano con mis compañeros del Poli, que llegaban de toda la República con sus propias singularidades en tono y uso de vocablos muy vivarachos –recuerdo especialmente a mi amigo campechano, Miguel Poot y a Arquímedes Pérez de Guerrero–. Entonces, cuando surgió José Agustín con La tumba (1964), para mí eso ya era como de preprimaria.
Antes de terminar La aventura…, que me salvaría la vida en 1968, entregué al Centro Mexicano de Escritores Cine norteamericano de hoy, dedicado a George Cukor, y así comenzaba mi larga trayectoria como autor…
¿Qué otros libros escribió y para qué? ¿A quién conoció y cómo? ¿Con quién se peleó y dónde? ¿Viajó? ¿Gozó? ¿Cómo le salvó la vida su “A†del cine mexicano? Todo esto y más en la próxima visita que haga F.I.L.M.E. a las Confesiones generales de Jorge Ayala Blanco.