por Adriana Bellamy
La ciudad como fenómeno de la modernidad capitalista, reconocida de manera definitiva desde Baudelaire, tendrá diversos modos de representación en las artes pictóricas, literarias, fotográficas y fílmicas. No obstante, sólo con la irrupción del cinematógrafo a finales del XIX, la ciudad encontrará el arte emblemático de esa modernidad incipiente.[1]
En esta larga tradición iniciada hace más de un siglo, encontramos un género de filmes realizados durante la década prodigiosa de los años veinte, generalmente denominado como sinfonías de ciudad.[2] Estas películas marcarán la pauta en años siguientes, al grado de poder afirmar que la sinfonía de ciudad sigue siendo una opción poética distinta a la forma documental convencional. Es el caso de la más reciente película brasileña, de Evangelia Kranioti, Obscuro barroco (2018).
Me parece que este título expresa, por un lado, la vitalidad de las propuestas cinematográficas del cine brasileño contemporáneo y, por otro, cómo el idilio entre la ciudad y el cine continúa generando una variedad de exploraciones e invenciones formales.
Con respecto al primer aspecto, Obscuro barroco se suma a un conjunto de filmes[3] realizados entre 2017 y 2019 que dan cuenta de las dificultades y los embates político-sociales de un país convulso, cuyo proceso de cambio desembocará con la llegada al poder de Jair Bolsonaro.
En segundo lugar, la película apela a un arcón de referencias intertextuales mediante el cual crea su andamiaje audiovisual. Me concentraré en un par de ellas y destacaré algunas secuencias que reparan, sobre todo, en la eficacia de una sinfonía en movimiento.
Parece evidente que desde el inicio y a través de una secuencia pars pro toto del bosque tropical carioca dentro de la ciudad —primeros planos de inmensas hojas de nervaduras intactas, troncos, ramas para llegar a un gran plano general del paisaje verde bajo la niebla, seguido de un primer plano lateral de un rostro de mujer de perfil—, la directora crea la relación entre la protagonista, Luana Muniz (1961-2017) y la ciudad.
Luana, una de las activistas transgénero más reconocidas en Río de Janeiro será, en un ejercicio de ventriloquia, al mezclar sus palabras con las de la narradora de Agua Viva, de Clarice Lispector, nuestra guía en diversos pasajes de la ciudad, sus calles, recovecos, sus habitantes del exceso, su carnaval y, sobre todo, sus cuerpos. Si bien la ciudad en femenino es una figura metafórica frecuente desde las sinfonías fílmicas, en Obscuro Barroco se trata de una identificación inmediata entre la vocación urbana y la propia Muniz.
Es en esa voz del “instante-ya” lispectoriano, mediante la cual Luana tiene conciencia de sí misma, se manifiesta esa reconversión de las formas y superficies de un entorno feraz, abrumador. En las palabras de otra (que jamás funcionan como una traducción visual de lo escrito), monólogo maleable, aleatorio de Lispector, se recrea el universo de una voz transitoria que reconoce sus propias antinomias y desplazamientos, su deseo emergente, ubicuo.
Entre expresiones jubilosas de vida y muerte, la celebración del cuerpo en mutación, de un cuerpo palpitante, desafía los límites de una existencia conservadora. Obscuro barroco se inserta entonces en la tradición de estas representaciones de la ciudad a diferencia de otros momentos del cine brasileño.
En lugar de reinventar el sertão como lo hiciera antes la generación de un Nelson Pereira do Santos o Glauber Rocha, la línea de Kranioti recupera, en esta biografía de ciudad, el desasosiego de un Alberto Cavalcanti, que quería retratar no la grandeza sino la miseria y las contradicciones de lo urbano.
Si Cavalcanti tenía la intención de revelar el París de los excluidos —aquellos fétards trasnochados que recorren las calles de la metrópoli, pero también simbolizan un mundo desquiciado, de profundas desigualdades y explotación atroz—, Kranioti deconstruye esa supuesta aurora cosmopolita, al presentar al Brasil inclemente, de sombras, tonalidades voraces y recurre a un entramado audiovisual exuberante como su protagonista.
De ahí que todo opere, la trayectoria fotográfica de la directora, su trabajo con la puesta en cuadro y el espectro de color, para transformar las imágenes-sonidos de este Río, público, comercial, pero también construido mediante el imaginario de Luana con toda su fuerza regeneradora, estéticamente dionisiaca que se resume en una recitación originaria:
En mi viaje a los misterios, oigo a la planta carnívora lamentando tiempos inmemoriales y tengo pesadillas obscenas bajo vientos enfermos… Soy oscura para mí misma.
[1] Modernidad contradictoria como Youssef Ishagshpour reconoció alguna vez: “El cine ha tenido la particularidad de nacer como arte primitivo y moderno al mismo tiempo y de alcanzar la edad clásica sólo mucho más tarde” (en Suzanne Liandrat-Guigues y Jean-Louis Leutrat, Cómo pensar el cine, 2003, Barcelona, Cátedra, p. 21)
[2] El motivo central de clasificación de estos filmes es, como su nombre lo indica, una composición musical caracterizada por una unidad de tono, pero constituida por diferentes movimientos. En el cine esta plasticidad alcanzaría su desarrollo estético en películas como: Berlín, sinfonía de una gran ciudad, de Ruttman; El hombre de la cámara, de Vertov; o Nada más que horas, de Cavalcanti, por mencionar algunas.
[3] Así, podemos ubicar una película con una temática similar al filme de Kranioti, Marica Travesti (2018) y a otros ejemplos del cine underground como Era Uma Vez Brasilía (2017), Diz a Ela Que Me Viu Chorar (2019) o Indianara (2019), entre muchas más.