por Julio César Durán
En la parte de los clásicos del Festival de Cannes, una vieja conocida por la generación cinéfila que nació y creció en los años 80: la ahora restaurada y preciosamente cuidada para su exhibición en tercera dimensión El último emperador (1988) de Bernardo Bertolucci. Todos conocemos la anécdota, una gigantesca biopic de Puyi, el último de los emperadores de la lejana (para nosotros) China. No me detendré más aquí.
La obra original, de inicio, es pretenciosa y a la vez lograda. Ahora, con la re-hechura del formato de proyección, mantiene una sencillez y sobriedad en cuanto a la tercera dimensión se refiere, no hace más que acompañar lo ya realizado, que de entrada es barroco y preciosista. Más que intentar sacar objetos de la pantalla y arrojarlos contra el espectador, la restauración hace que el ojo jugueteé con la profundidad, con relaciones entre lo que se encuentra en primer plano y lo que no. Así, la pantalla se convirtió en una ventana no sólo a otra realidad que nos atrapó durante la larga duración de la película –hablando de lo visual–, sino que se volvió también una entrada a la profundidad emocional, incluso psicológica, de la convulsiva China de siglo XX (claro, desde lo limitada que puede ser la perspectiva occidental).
Con la emotiva presencia del señor Bertolucci entre las butacas (en la foto de portada y quien tuvo un poco de problemas para desplazarse en su silla de ruedas por el lugar y necesitó asistencia durante toda la velada), y mientras el cielo se caía sobre la Soixantieme, el evento transcurrió de la mejor manera posible. Una vez más, tuvimos oportunidad de acercarnos a la historia de un hombre atrapado, un personaje que llevaba a cuestas la maldición de cumplir con una obligación milenaria, para más tarde intentar mantener viva una ilusión que lo llevaría a ser considerado enemigo de su propio (aunque ya momificado) imperio.