Para quien ya ha visto Crónica de Ana Magdalena Bach (1968), primer largometraje de la dupla genial de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, ni duda le cabe que el pésimo no actor que hace de Johann Sebastian Bach resulta notable en su pésima interpretación. El lunes pasado, 16 de enero en el calendario, murió quien lo encarnó para lujo del film y de su propia vida: Gustav Leonhardt, quien en su locura estética llegó a creerse -casi como parte de su obsesivo ejercicio músico-historicista- una reencarnación del mismísimo genio de Eisenach.
Maestro inigualable y perverso del clavicémbalo, Leonhardt fue extraordinariamente elegido por los directores con toda la intención de vivir su fantasía, hacérnosla vivir a nosotros y hacer frente a la situación política de finales de la década del 60: recrear a Bach en su hostil y abismal encantamiento sonoro frente a una sociedad insaciable e incomprensible que buscaba "cambios verdaderos".
Exactamente lo contrario al credo radical de Godard, el arte cinematográfico de Huillet y Straub no cayó en la obviedad contestataria del 68, y gracias a que el gran músico que fue Gustav Leonhardt se puso al servicio de las pretensiones más drásticas de los directores y de sí mismo, se logró condensar quizá una de las mejores películas de protesta de esos años.
Vaya esta nota mínima como un abrazo imposible al cine que hizo posible ver la pasión de un gran músico reflejada en la pasión de otro grande, hoy ambas grandezas extintas, para recordarnos que en el cine, si se ha de querer, todo es posible.