por Natalia V. Luna
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El juego de la pornografía es una apertura, una disponibilidad alejada de las experiencias cotidianas en las que el individuo mantiene ciertas barreras que lo mantienen aislado, protegido. Dicha apertura generaría una sensación de incertidumbre, peligro, vulnerabilidad al ser experimentada, pero el planteamiento de este tipo de representaciones sexuales convierte esas reacciones en una dimensión alterna en la que no existen los peligros. Sólo el placer, no hay consecuencias más allá de él.
Es en el fenómeno de la pornografía que tenemos la posibilidad de trasgresión, un escape a la libertad que siempre ha sido anhelada, reclamar el soberano derecho de ser un disoluto. Entrar en el juego es levantar la cortina de las prohibiciones sin eliminarla, saber que se entra temporalmente en un terreno sin normas por seguir, con la posibilidad de volver.
Los seres se encuentran, se conectan, se rozan, chocan violentamente, dejan de estar recogidos en su individualidad, destruyen el abismo que existe entre unos y otros para unirse por un mismo objetivo fruitivo.
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Colisión con una manifestación hiperrealista del sexo. Videos con imágenes superlativas de las potencialidades del cuerpo. La escena, como un espacio que separa al espectador del actor, desaparece y sin percibirlo se está participando de la acción, del tacto, del sonido generado por la fricción, los fluidos, los gemidos. El sujeto se transforma en carne y sus sentidos se hallan tan cercanos, que pasa a formar parte de la composición (efecto exacerbado en la pornografía gonzo en la que incluso el camarógrafo participa en el acto sexual, lo cual permite al observador encontrarse con planos subjetivos y una sensación de observación participativa). La fusión del ser corpóreo y sensitivo con el imaginario presentado conecta la animalidad con lo racional, la atracción sentida por la actividad sexual más allá del instinto reproductivo.
La delgada línea entre lo “real” y aquello que va más allá de eso, está determinada por el filtro de las apariencias, que guardan un secreto. El momento en el que se revela lo oculto resulta violento para los observadores, pero es una violencia generadora de placer.
La obscenidad vive cuando las apariencias mueren.
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La pornografía es un eterno retorno, un incansable repetir situaciones, repetir el mismo acto, reiterándolo a través de distintas representaciones. Cambian el escenario, las tomas, los actores, por lo que es posible creer que se está ante fenómenos completamente diferenciados, pero el trasfondo sigue siendo el mismo en todas las presentaciones que pueda existir. La pornografía es producto del instinto primario de la búsqueda del placer, un retrato crudo de la realidad aumentada. Una exacerbación del acto sexual como es experimentado particularmente por el espectador. Lanza un reto a realizar los deseos más profundos, liberando al sujeto de ataduras convencionales y empujándolo hacia un abismo incierto de sensaciones.
La construcción plástica ayuda al acercamiento. Lo vuelve tangible, posible, próximo. Es sencillo imaginar que los escenarios vistos en la pantalla sean en los que se desarrolla la acción cotidiana: la casa propia, el trabajo, la fiesta del fin de semana, la habitación en la que se duerme, el auto que se conduce. La excitación proviene en gran medida de las posibilidades de repetir lo observado en la vida diaria.
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El juego termina dejando atrás las permisiones. Vuelve la individualidad, el repliegue. Sólo queda alejarse de una dimensión posible e intentar cerrar los ojos manteniendo vivas las sensaciones que se han instalado en la mente. El placer momentáneo se esfuma. Los músculos aún están tensos. Las imágenes terminan, pero la prolongación de la experiencia radica en la reincidencia o en la práctica si logramos traspasar el límite de lo gráfico para volverlo una realidad corpórea.
11.10.13