por Rodrigo Martínez
Padre de familia; violinista; educado hombre de piel negra. Salomon Northup (invocador Chiwetel Ejiofor) era un ciudadano libre de Nueva York hasta que un secuestro lo conduce al profundo sur en la cuarta década del siglo XIX. Reducido a “bestia”, sobrellevará una vida de esclavo bajo la represión total de dos rentistas de Nueva Orleans: el afable y cobarde maderero Ford (Benedict Cumberbatch), y el estúpido e inestable empresario del algodón, Edwin Epps (Michael Fassbender casi en caja de Skinner). El recuerdo de la familia y el pulso de una existencia autónoma sostendrán la voluntad de este Ulises verdadero en su tránsito por una senda de palizas, mutilaciones, asesinatos y violaciones de personas que, como él, debieron disimular su nobleza para rescatarla de los horrores de una era.
Con una narración intensificada, el tercer largometraje de Steve McQueen (Londres, 1969), Doce años esclavo, recuerda la premisa básica del estilo crítico: la película como fijación de realidad. Sin negar la textura artística de la materia visual, el relato condensa casi todo el sentido al presentar la deshumanización padecida por millones de personas durante más de dos siglos. Brinda una reconstrucción histórica para apelar a los espectadores. Su montaje explota la idea realista del reflejo-doble. Es representación y vinculación a la vez. Hace de la escena una imitación, pero también muestra los límites humanos (de violencia y resistencia) convocando al espectador. Por eso Salomon proyecta miradas duraderas a la cámara para que nos miremos en ese paisaje jamás tan repulsivo y doloroso como en ese instante.
Cuerpos desnudos de hombres, mujeres y niños. Pieles tocadas por tierra y aire silvestres. Espaldas rasgadas. Heridas dorsales: barrancas de carne cruda. Sangre espesa que emerge como si un cuchillo carnicero entrara en tejido viviente. Cuerpos encorvados o torcidos. Caras con barros de polvo y cicatrices. Ojos rojos de sangre reventada. Manos hinchadas con algodón parásito. Muñones y cuerpos colgantes. Doce años esclavo no olvida abordar uno los motivos visuales más presentes en los trabajos previos del realizador: el cuerpo humano. Con técnica distinta de la de Hambre (2009), el cineasta brinda visiones persistentes de cuerpos lacerados para expresar el espíritu humano en una instancia que trasciende la resistencia anatómica. El cuerpo es un tema por sí mismo. Es un dato que da presencia a condiciones verificables, pero también es una figura de dignidad moral y psíquica. El cuerpo es presencia, pero también funge como huella de mentalidades (“le sugiero que mire a este espécimen”; “será una bestia formidable”). Y lo es de un modo tan complejo que el personaje de Patsey (Lupita Nyong’o llevada a límite del método), la bellísima esclava hecha de hambre, destroza la firmeza mental del fanático algodonero que la desea al tiempo que la odia por su raza y por las conductas que provoca en su esposa.
Sin perseguir de lleno el proyecto irrealizable del realismo crítico (mostrar la realidad tal cual es), McQueen instituye una política visual que consiste en representar los temas que no son considerados por la industria. Bajo esta visión, el cuerpo también impulsa un cine directo que, con un tratamiento cercano al de Venus negra (Abdelatif Kechiche, 2010), busca repulsión y angustia. Y a pesar de la violencia en escena, no hay ningún afán de espectáculo. La imagen encuentra un punto medio desde esa primera paliza en contrapicado o con el alarido infantil que viene del exterior del campo visual y que no deja de evocar la certeza de una niña dolida por una doble cicatriz: la pérdida de la familia y el dolor indecible de cada paliza. La política del filme también es una ética. Su normativa, eso sí, no es la idealización. Es un medio de hacer presente el pasado para entenderlo. En la odisea involuntaria de Solomon no vemos el Sigfrido negro de Django (Quentin Tarantino, 2013), sino un Ulises que va de plantación en plantación padeciendo toda clase de castigos y engañando a los Cíclopes con la misma estrategia del personaje atribuido a Homero. Solomon debió aparentar ser Nadie porque sólo era posible sobrevivir en anonimato.
El realizador londinense comentó a la prensa que existen miles de producciones sobre el Holocausto y sobre la Segunda Guerra Mundial, pero que existen “menos de 20 películas sobre la esclavitud” [rtve]. A pesar de que el guión buscó una impresión de correspondencia máxima con esta certeza eludida, Doce años esclavo no es docuficción ni propaganda. Hay momentos donde la forma de cine clásico (la narrativa como razón de ser) está matizada por una subversión del relato. Semi-abstracciones que, como el plano naranja cortado por sombríos árboles luego de un diálogo brutal (“pronto olvidarás a tus hijos”), crean lugares de pensamiento allí donde hay vacíos de acción. Son influjos anímicos, sí, pero también son cuestiones que anidan en la memoria como la maleza colgante y triste de ese río verde con piel de pantano. Eco de la deshumanización, la trama formal va más allá de su contenido como metáfora: un ruido de mazo gigantesco acompaña visiones fragmentadas de los aparatados de un barco; hay aspas que giran, madera que escupe agua y sombras diagonales al interior del podrido mundo en el que el protagonista vive su literal descenso a los infiernos.
Gyorgy Lukacs pensó que el cine era un lenguaje crítico cuando lograba una reflexión mediante el registro de mentalidades. Era necesario que este contenido determinara la técnica. En entrevista con efe [Alicia García de Francisco], Steve McQueen declaró que Doce años esclavo fue producto de una urgencia; de “una necesidad pues nunca había visto un filme como este en la pantalla. Necesitaba ver esas imágenes en la pantalla, ver este momento de la historia". Quizás por ello fue que, en el orbe de su cinematografía, Doce años esclavo es el trabajo más cercano a la escuela clásica y el más desprovisto de invención visual. A pesar de que la edición está al servicio del tema, la inteligencia plástica de esta película añade un sentido artístico sin abandonar los hechos y sin pretender una verdad única. Vástago de la necesidad ("soy parte de la diáspora de la esclavitud", dijo el cineasta), el resultado es un prolongado cuestionamiento, antes que una certeza, sobre una época sin razón. Tiempo de dudas como la del algodonero explotador atemorizado porque un obrero blanco sugiere un escenario donde las convicciones que justifican su mundo de brutalidades también podrían ser los factores de su propio derrumbe.
26.02.14