El recuento de virtudes animales plantea una serie de aventuras moduladas con el registro humorístico que el propio director exploró en su alianza con Peter Jackson en Las aventuras de Tintín, el secreto del unicornio.
En la entrada majestosa de Caballo de guerra (Spielberg, 2011), casi como en la descripción de un abuelo francés que en la misma película honra la estirpe de las palomas mensajeras para aleccionar a una nieta enfermiza, el vuelo de la cámara revela una inmensidad de pastos y colinas con verdor extremo. La composición impresionista va y viene; desciende o asciende; corta y se desplaza hasta revelar el nacimiento de un rocín, portador de nobleza y de buena sangre, ante los ojos de un campesino adolescente.
El idilio introductorio de la película más reciente de Steven Spielberg anticipa así un festín episódico de aventuras y parábolas para más o menos erigir una imagen mitificada de la raza hípica. Desde el rescate de una granja hasta el ocaso inevitable de la guerra, y a pesar de los interminables encuentros y desencuentros del jamelgo protagónico, el anecdotario elocuente y caricaturesco resulta una celebración cinematográfica a la inteligencia cuadrúpeda, al tiempo que se presume como una evocación paralela, exaltada y grandilocuente, de la capacidad de sobrevivencia de los seres humanos, incluso en las condiciones más deplorables a las que los ha conducido su propia naturaleza.
A pesar de la inconformidad de una madre comprensiva (Emily Watson) por las treinta guineas perdidas en una subasta, el joven Albert Narracot (Jeremy Irvine) obtiene el consentimiento para criar un caballo que decide nombrar Joey. Destinado a arar cultivos, el alazán casi purasangre y su compañero sortean una primera adversidad cuando consiguen surcar un campo rocoso en plena tormenta y frente a la mirada recelosa de cobradores y vecinos. Tras la época afortunada de la crianza, el caballo resulta el animal ideal para batallar en la Primera Guerra Mundial luego de que el granjero Narracot (Peter Mullan), sin la anuencia de su hijo, decide venderlo a un capitán (Tom Hiddleston). Predestinado por una banderilla paterna del antes Ejército Imperial que su joven criador coloca en una montura, Joey parte al campo de batalla para ir de sitio en sitio como un genuino desarraigado, en manos de alemanes y franceses, hasta conocer en directo el horror de las trincheras del Somme y descender a los infiernos. Pero antes de afrontar la prueba suprema de coraje e inteligencia, deviene en protector de un compañero cuadrúpedo que lucha a su lado.
Fundado en la expectativa de una separación inevitable (“la guerra nos quita a todosâ€), el vigésimo sexto filme del realizador-empresario Steven Spielberg opta por emular el atrevimiento de Rupert Wyatt (El planeta de los simios: revolución, 2011) al situar el punto de vista en el animal protagónico. A pesar del hábil dinamismo al interior de cada plano, Caballo de guerra repite el esquema narrativo unión-separación de aquella épica que logró plasmar la imposibilidad de confinar la inteligencia. Elige así una linealidad paralela entre el caballo y el joven donde la eficacia emotiva de la ruptura existe sólo como pretexto para lograr que el efecto inaugural de la cinta sea una suerte de recreación duradera de lo prodigioso.
A lo largo de lo que podría llamarse filme-efecto, el recuento de virtudes animales plantea una serie de aventuras moduladas con el registro humorístico que apadrinó el propio director en su reciente alianza con Peter Jackson (Las aventuras de Tintín, 2011): con una forma compuesta por contrastes de luz para purificar el color, gags de comedia tipo slapstick y exploraciones casi de 360Ëš de un conjunto de espacios muy abiertos, el caballo Joey aparece en la vida de seres humanos temerosos o vulnerables para dejar en ellos una especie de gracia: el capitán que va a la batalla en compañía del animal más valeroso; los hermanos alemanes que huyen del frente a caballo; la niña francesa enfermiza que descubre una ilusión. Ya en el bellísimo prólogo semilírico de la cinta, una imagen-monumentalidad del paisaje británico brinda una síntesis exacta: la maravilla de la naturaleza en la inteligencia y la voluntad del caballo recién nacido que se repetirá siempre tras la estampa imborrable del vuelo visual de inicio.
A mucha distancia de los estudios ecuestres de la escritora brasileña Clarice Lispector, pero con el fin compartido de ennoblecer lo que es noble desde ya sin necesidad de rebuscadas analogías visuales sobre naciones o culturas agraviadas por la historia, Caballo de guerra recorre las cualidades más honrosas de la raza hípica para dibujar al personaje casi como otra humanidad. Los rasgos equinos aparecen en destellos episódicos que condensan una época entera: la de la guerra más atroz hasta entonces conocida (quince millones de personas y ocho millones de caballos caídos).
Las cualidades visuales reiteradas evocan las condiciones anímicas de los personajes, pero también confrontan dos percepciones opuestas que hacen progresar la visualidad de la súper producción inspirada en la novela homóloga de Michael Morpungo. Si el contraste de la primera parte ofrece un matiz de relato infantil sólo verosímil por su inicial mímica caricaturesca, a partir del viaje a la guerra hay una transformación en la tonalidad de la tratadísima, aunque vital, fotografía de Janusz Kaminski. Esta interlocución de luminosidades acompaña el cambio genérico de la cinta para revelar que su valor la textura fotográfica.
Después de los tropezones del padre con el ganso de la granja y la caída de Albert mientras cabalga a Joey en los campos de Devon para regodearse ante una muchacha, el drama se instaura. Sobreviene la espectacularidad de fórmula tan habitual en este cineasta con secuencias de trincheras algo afines con la estilística descriptiva de la muy inverosímil Rescatando al soldado Ryan (Spielberg, 1998). A pesar de la habilidad sintética de algunas escenas (caballos que saltan sin jinetes sobre metralletas alemanas; dos soldados inmersos en el purgatorio azul del campo de batalla), los registros de la película a veces resultan tan discordantes como ese punto de vista hípico que nunca termina de establecerse por la necesidad instrumental de llenar la ficción de personajes humanos, con todo y que la cámara se mueve muy discretamente hacia ellos para intimar más con el caballo.
Es justo en esta indecisión donde Caballo de guerra funda su idea prominente. El vínculo entre el hombre y el alazán traza un paralelismo para enunciar el coraje de los que persiguen la sobrevivencia. El banderín paterno de una guerra colonialista nunca honrosa (“hay que ser valiente para resistirse al orgulloâ€) permanece con el animal o con los que están con él como una incuestionable comunión verdadera. Y a pesar de que hay un momento en que la cámara no sabe con precisión si debe mostrar al héroe o a los familiares por él iluminados, la colección de incidentes y parábolas logra demostrar que quiere ser un cuento de caballos que celebra la capacidad de entendimiento que tienen frente a los hombres (ya en las secuencias tempranas aparece un cromo gentil de las habilidades del equino capaz de aprender códigos sonoros).
Toda esta gama de figuraciones se despliega en detalles dispersos en los arduos episodios del protagonista para lograr una estampa esperanzadora, aunque también un auto-homenaje (La lista de Schlinder, 1993), hacia una criatura que dejó de ser máquina y víctima bélica justo en la primera gran guerra del siglo XX. Sólo que la monumentalidad elogiosa de Spielberg, en contraste con el minimalismo sobrio, sugerente e hipnótico con que Béla Tarr demuestra y distingue la sapiencia hípica (El caballo de Turín, 2011), terminará más bien como un espectáculo que, a pesar de su afán apológico, es incapaz de concretar de lleno un punto de vista.
Y es tal la duda que el caballo destaca justo por su subordinación a los hombres. Quizás es por esta indeterminación que la elocuencia visual de conjunto no resulta tan lograda como la cinemática perfecta, al principio de la película, que ve nacer al héroe cuadrúpedo nunca suficientemente glorificado.