por Jorge Ayala Blanco
En El gigante egoísta (The Selfish Giant, RU, 2013), austero debut ficcional de la artista visual californiano-británica de 48 años Clio Barnard (cortos Actos rescatadores de la intimidad, 2002 y Diluvio, 2003, documental biográfico-femiliterario La enramada/The Arbor, 2010), con guión suyo y de Lila Rawlins basado en el relato homónimo de Oscar Wilde, el explosivo niño hiperkinético espástico de 13 años Arbor (Conner Chapman) y su tierno amigo gordito por él malinfluenciado Swifty (Shaun Thomas) se hacen accidentalmente de cables eléctricos partidos en las vías férreas por una gavilla delincuencial y se los venden al hosco chatarrero atrincherado en su redil Kitten (Sean Gilder), quien pronto concebirá como una mina muy redituable a esos providentes chavos propensos a la definitiva expulsión escolar, decide explotarlos y les presta un carrito tirado por un caballo para sus recolecciones cotidianas, pero suscita una violenta escisión entre ellos por querer complacerlo, pues mientras el problemático Arbor saquea cables de donde sea por mera codicia, incluso al propio Kitten, para vendérselos a chatarreros malvados de un pueblo cercano que lo defraudan, el amoroso Swiftty se clava en su afición por los caballos y logra ser nombrado por el patrón chatarrero como su jockey para las próximas carreras comunitarias sulky, hasta que el celoso Arbor orilla al ingenuo Swifty a acompañarlo en un robo de cables de alta tensión en una torre eléctrica donde fallecerá electrocutado, provocando que el conmovido Kitten se haga aprehender al echarse toda la culpa y dejando al otro chavo solo y remordido.
La infancia explosiva duplica el número de los chicuelos, así como las naturalezas que anteponen dialécticamente sus comportamientos (el colérico incontrolable, el blando de corazón), al operar al interior del victoriano cuento de hadas wildeano supuestamente infantil, sobre la secreta herida del amor, para enseñarle a los niños la virtud de la generosidad, ganándose así el paraíso, y transformarlo en una contemporánea narración filosófica, una dura fábula moral sin moraleja, dándole vueltas de tuerca tanto al agresivo desamparo de El chico de la bicicleta de los implacables impecables Hermanos Dardenne (2011), como al entorno miserable/antimiserabilista de los cartoneros en carromato de la docuficción argentina Yatasto (Paralluelo Fernández, 2011), ahora con chavos víctimas de sus problemáticas relaciones familiares, pero también de su codicia y de sus necesidades de contacto afectivo desviado hacia la amistad competitiva, el atropello y la urgencia de triunfo social desde cualquier edad.
La infancia explosiva se afinca en la sofocante periferia de Bradford al norte de Inglaterra para hacer predominar grises atmósferas fuliginosas que sustituyen irónicamente al Jardín del Gigante original, remitiendo más a las añoranzas autobiográficas de Terence Davies (Voces distantes aún vivas, 1988) que a las ficciones proletarias ejemplares de Ken Loach (Kes, 1969 ya sobre un chavito mercurial), dosificando con sabiduría la nocturna fotogenia invernal de los silos y las torres esqueléctricas (fotografía de Mike Eley), recurriendo mínimamente a una vaga música electroacústica de Harry Escote, que más bien parece diseño sonoro estreñido, y cediendo sólo al pintoresquismo folclórico en esa especie de espectacular carrera de cuadrigas a la Ben-Hur (Wyler, 1959), custodiada por acezantes autos y a nivel lumpen.
Y la infancia explosiva inocula con sus arrebatos al ritmo nervioso de la película como un tinte agobiante y mortecino, como si lo envolviera en cierta impenetrable niebla espesa, generando una emoción de difuminada cortina densa y raída, para que el devastado pequeño Arbor comience y acabe enterrándose manoteante debajo de su litera-féretro, y apenas lograr salir de ahí, al cabo de mucho tiempo, para ser apapachado por la resignada madre de Swifty (Siobahan Finneran) y poder encargarse del caballo adorado de su amiguito, quizá sólo deseoso de ser perdonado por ese tremendo ojo equino de su inextirpable culpa.
23.04.14