por Jorge Ayala Blanco
En Memorias que me contaron (Memorias que me contam, Brasil-Chile-Argentina, 2012), desencantado y decantado opus 5 de la exmilitante revolucionaria carioca de 63 años Lúcia Murat (Casi dos hermanos, 2004; Mirar extranjero, 2006), con guión suyo y de Tatiana Salem, la mítica exguerrillera sexagenaria Ana es internada de urgencia e irremisiblemente entubada en terapia intensiva poniendo en crisis a sus familiares y/o excorreligionarios que sufrieron como ella persecución, resistencia heroica a la tortura, cárcel y exilio por su activismo contra la dictadura militar brasileña, entonces calificado como terrorista, en especial el secuestro de un embajador estadounidense, pero el fantasma aún joven de la misma Ana (Simone Spoladore linda insóplida) se le aparece casi con indiferencia a todos los que piensan en ella o la evocan, incluso a sus descendientes indirectos como el archiconformista sobrino gay Dude (Miguel Thiré) y la intelectualizada sobrina en París educada Chloe (Naruna Kaplan de Macedo), hijos de la hermana cineasta en trance de rodar una película ex profeso ad hoc sobre el tema Irene (Irene Ravache), removiendo sus recuerdos y cuestionando sus normalizadas vidas actuales, hasta que el autorretrato baldío de la inmostrable Ana actual se extinga sin remedio en el nosocomio.
El autorretrato baldío acomete por extensión una vivisección generacional con menos agresividad que nostalgia remordida, para relamerse en conjunto las heridas del pasado, trátese de los comodinos varados/neotarados Zezé (Clarisse Abujamra) y Henrique (Mário José Paz), del sobreviviente de la tortura ya incrustado en el poder como ministro de justicia José Carlos (Zécarlos Machado) reticente a promover la apertura de los archivos de oficiales de la represión o del examante italiano estallabombas Paolo (el antediluviano spaghetti-westernista Franco Nero ahora verdadero Django con cadenas anarquistas) que será encarcelado al descubrirse sus crímenes contra seres inocentes y a quien debe liberársele merced a desplegados periodísticos con tumulto de abajofirmantes medio reacios.
El autorretrato baldío navega visualmente entre hisperdiscursivos diálogos declarantes por turno y un escamoteador abuso de interrupciones de secuencia con contundentes frases ciniquillas para la Historia (“La desgracia de los demás es fatalidad; y la nuestra, una injusticia”), entre una multitud de frontgrounds desenfocados y elipsis capitulares de una construcción narrativa que oscila entre muchas (el rompecabezas exacto, la simetría radiada con fotogénico fondo deambulatorio en Brasilia, la escritura fragmentaria y una estructura polifónica a base de encabalgamientos dramáticos) sin decidirse por ninguna, entre invasivos remedos de la saqueadísima Sinfonía 3. de las lamentaciones con soprano de Górecki (descaradamente firmados por un tal Diego Fontecilla) e inmersiones en una enigmática instalación plástica semitransparente con materiales desechables, entre un didactismo de abnegado sermón decrépito y un extranjerismo delicioso que se azota otra vez en los puentes del Sena con fondo del Obélisque y todavía puede discutir en italiano casi orgásmicamente o merece pronunciar una efusiva oración fúnebre en galano francés derretido.
Y el autorretrato baldío propone y elogia al cine como la única forma de rescatar, prolongar, reivindicar y ofrecer como ejemplo crucial la sobrevivencia detona una generación vencida y prácticamente enmudecida, en parte porque ya nada nuevo ni viejo tiene ya que decir, el cine, la autárquica creación fílmica, la cinta autobiográfica/autofágica de Irene (sin duda la alter ego de la realizadora Murat) teniendo su candorosa première privada al final del conmovedor relato agradecido, el testimonio de época mordiéndose la cola, el cine como bálsamo y sustituto de la acción y la lucidez, el cine que aún puede plantear sus dudas a criaturas que ya ni ese lujo pueden pagarse y pegarse: el cine exhumado como íntima tristeza reaccionaria e inútil.
23.04.14