Este sábado 14 de febrero, durante la ceremonia de clausura de la edición 65 de la Berlinale, el jurado internacional presidido por Darren Aronofsky y conformado por Daniel Brühl, Bong Joon-ho, Martha De Laurentiis, Claudia Llosa, Audrey Tautou y Matthew Weiner, otorgó el Gran Premio del Jurado (Oso de Plata) al filme El club de Pablo Larraín. Este galardón lo convierte en uno de los dos chilenos —el otro es Patricio Guzmán, quien ganó el Oso de Plata por el guión de su documental El botón de nácar— que se llevan a casa un galardón desde la capital alemana. Aquí nuestra crítica completa.
por Hans Fernández
El club narra la historia de una comunidad conformada por cuatro ex-sacerdotes y una monja que habitan en una casa situada en un pueblo a orillas del mar. La película se inicia estratégicamente con un epígrafe del Génesis: “Y vio Dios que la luz era buena y la separó de las tinieblas”, cita que sirve de clave para comprender aspectos temáticos y formales de la representación fílmica.
El motor de la trama es la llegada de un nuevo miembro, Matías Lazcano, tras cuyo arribo aparece un hombre ebrio, Sandokan, que profiere un discurso relativo a prácticas pedofílicas de sacerdotes. Los demás ex-religiosos instan a Lazcano a enfrentar al sujeto, situación que termina con su suicidio. Dicha muerte causa la llegada de un sacerdote-psicólogo cuya misión es cerrar la casa, quien efectúa una serie de entrevistas a través de las cuales se van dando a conocer las razones del retiro de estos sacerdotes: pedofilia, robo de bebés, complicidad en crímenes de la dictadura. El psicólogo, al entrar en contacto con Sandokan, revela que aquel fue criado y violado cuando niño por el padre Lazcano.
Uno de los rasgos esenciales de esta película, el cual refleja el sentido del epígrafe (dicotomía de luz y tinieblas), es la escasa iluminación y en ocasiones el predominio de la oscuridad en las escenas interiores. Asimismo existen muchas imágenes fuera de foco, obtenidas a través de efectos de la cámara, que parecen sugerir la falta de claridad en y sobre la vida de estos religiosos. De esta manera el frío y su consiguiente gama de colores, que predominan en la película, se suman a los planos con definición e iluminación mínimas, para configurar la visión que el director posee y ofrece a los espectadores sobre la vida de los excomulgados.
El club tematiza uno de los problemas actuales de la sociedad chilena: la pederastia al interior de la iglesia –muchas veces confundida con la homosexualidad– y las consecuencias que a largo plazo padecen las víctimas de abusos sexuales. También otros de los problemas planteados, y que merecen mayor relevancia en el planteamiento ideológico que Larraín propone, son el qué hacer con los religiosos que se alejan del camino de dios, cómo proseguir tras las crisis existenciales que remecen a los seres humanos, cómo continuar tras los “golpes tan fuertes en la vida”.
Pablo Larraín reúne en su nuevo largometraje a un elenco de excelentes actores chilenos provenientes del mundo del teatro y de las telenovelas. De ellos merece destacarse la actuación de Alfredo Castro, quien al asumir un rol casi protagónico, concentra la atención de los espectadores (encarna a un sacerdote homosexual reprimido –dice ser “el rey de la represión”– y ludópata). Considerando que anteriormente este destacado actor ya había contribuido en los filmes de Larraín –quien en su película anterior profitó de la popularidad del protagonista Gael García Bernal para lograr mayor audiencia–, se puede pensar que el realizador se vale de actores que le garantizarán notoriedad con sus ficciones.
El club es una película ética y políticamente correcta: el director (visto como instancia suprema de la jerarquía fílmica) asume una posición de defensor de la sana convivencia humana, y en este sentido el filme resulta ingenuo en el tratamiento del tema. Quizás Larraín hubiera logrado más al sondear y profundizar en las dimensiones psíquicas de los pecaminosos –sobre todo contando con un personaje psicólogo– y en cómo éstos justifican, desde su punto de vista, su ética y su actuar. Por lo demás, la película (cuyo cinefotógrafo es Sergio Armstrong) cuenta con bastantes primeros planos de rostros que –naturalmente guardando las proporciones– recuerdan el cine de Ingmar Bergman, cineasta que incursionó en el universo psíquico de sus personajes.
En El club el autor presenta un argumento mejor elaborado y un ejercicio de narración más exigente que en sus películas anteriores. El título, sin embargo, en su obviedad no convence. Para el director, desde aquella posición jerárquica en el filme, juzga a sus personajes y no considera legítimos sus puntos de vista, éstos se transforman en los chivos expiatorios de su moral. Por otra parte busca empatizar con los espectadores con respecto a la necesidad de justicia, dadas las faltas cometidas por sus personajes. Especial atención merece el trabajo del cinefotógrafo, de los iluminadores, del sonidista y principalmente de los actores, quienes crean una atmósfera ominosa, tensa e inquietante acorde con las intenciones de la dirección.
Así, aunque en esta película se percibe en Pablo Larraín una evidente evolución en el arte de narrar, no se aprecia una propuesta de realización que permita hablar de su consolidación como director. Surge entonces la pregunta: ¿en qué ha consistido hasta ahora su trabajo de dirección (principalmente de la de actores)?
Es un hecho muy importante para el cine chileno que dos de sus directores presenten películas en la competenencia de un festival internacional de categoría A, lo cual constituye un claro indicio de la etapa de auge que vive actualmente la cinematografía de este país. El cine chileno se promocionó bastante en los últimos años en distintos certámenes, y en 2015, a través de uno de sus directores “clásicos” y de otro que pertenece a una reciente generación, ha llegado con dos poderosos filmes a la competencia berlinesa. ¿Se tratará acaso de la culminación de un proceso de consolidación? ¿Tendrá este proceso su broche de oro?
15.02.15