Por Axel Ancira
¿Recuerda usted cuál fue la primera película que vio en el cine? En mi caso no lo sé con exactitud, pero lo que sí recuerdo es a los viejos cines de los años ochenta, y la vendimia ambulante a las afueras que ofrecían el fetiche de moda. Así tuve mi turbante de Kalimán, mi arco de Robin Hood y seguramente algunos otros juguetes. Pero de las películas no recuerdo nada. Años más tarde, mis padres me llevaban al Parque Hundido de la Ciudad de México, donde había proyecciones al aire libre. Ese es mi recuerdo más puro del cine: el sonido del proyector, la imagen rara vez límpida, el frío del atardecer y la imagen mejorando conforme la noche caía. El sonido era siempre deplorable, así que difícilmente se entendían las películas. Pero las imágenes estaban ahí, imponentes: ya sea el tierno extraterrestre de E.T. (Spielberg, 1982), las imágenes violentas de Cabeza de Vaca (Echevarría, 1991) o tantas otras. Esa sensación del cine puro conmoviendo mis sentidos no la había experimentado nuevamente hasta hoy.La Cueva de los Sueños Olvidados (2010) es el más reciente documental del célebre Werner Herzog, fundador del movimiento del Nuevo Cine Alemán. Se trata de un recorrido por la cueva de Chauvet, al sur de Francia, donde fueron encontrados en el año 1992 las pinturas rupestres más antiguas de la historia, de 32 mil años de antigüedad. La experiencia de la tercera dimensión nos acerca al lugar, posicionándonos como un elemento más del equipo de filmación; de pronto, somos testigos directos de una aventura. ¿Una película en tercera dimensión sobre unas pinturas rupestres?, podría preguntar. ¿Es acaso una película? Más allá de la obviedad de la respuesta, la pregunta se antoja pertinente, pues la sensación de estar de hecho penetrando en la cueva es tan apantallante como el tamaño de la ídem.
Así que de pronto el cine se vuelve la herramienta que nos permite estar en ese lugar prohibido para las hordas de turistas curiosos. La Cueva valdría tan sólo por esto: ser conducidos (en 3D) a las profundidades místicas de una caverna milenaria, donde podemos ver vestigios de osos, rinocerontes lanudos, felinos y hasta un águila. ¿Recuerda usted aquellos cohetes que colocaban (¿colocan?) en las ferias en donde se veía un videíto de 5 a 10 minutos, mientras el artefacto daba tumbos en todas direcciones? Pues bien, lo mismo, pero en horizontal. Sin embargo, no estaríamos hablando de un gran documental, sino simplemente de un gran artilugio, y éste, es --podemos decirlo desde este punto-- un excelente documental.
Las imágenes de las pinturas nos son presentadas seductoramente, con un tenue baño de luz que nos posiciona ante un enigma. Las pinturas, en sí, no constituyen el valor del documental (a éstas bastaría con buscarlas en google o en un libro especializado para poder apreciarlas), sino que lo que realmente nos habla de una construcción del lenguaje del documental es la forma de mostrarlas, que antepone un análisis y sentido determinado, antes que simplemente enseñar.
El encuentro con las pinturas se da en primera instancia como una aventura, en la que las condiciones técnicas de la obra nos conducen más como protagonistas que como simples testigos. La descripción es tanto visual como auditiva, ya sea en la voz del mismo Herzog o de algunos de los investigadores que acompañan la visita. Así, la impresión original de los trazos milenarios es acompañada por una interpretación histórica que nos da los datos mínimos de aquello que no puede ser entendido de un vistazo, por ejemplo, la explicación de los arañazos que un oso imprime a una de las pinturas, o el dilema de una posible venus-bisonte.
La magia del pathos se rompe cuando somos sacados de la caverna a los exteriores que se empiezan a ver un tanto diferentes. La conciencia de nuestra historia hace, sin duda, que todo parezca más contingente y, a la vez, poseedor de un carácter profundo que aún nos es oculto. El filme nos narra el clima y el posible paisaje existente hace treinta mil años, mientras los espectadores merodeamos los alrededores de la caverna, tratando de obtener pistas de un sueño, del sueño del que hemos sido desligados con un corte directo. Y como prometeos los impávidos, los espectadores buscamos la llave del entendimiento que puede ser solamente sensorial. La historia narrativa cesa. La interacción con las imágenes de la cueva es entera, absoluta, pura.
Entonces apreciamos la realidad en las pnturas que emana de los caballos y sus ojos profundos, de los bisontes enfrentados, la pareja de leones que ahora confirman algún debate científico sobre la existencia de la melena en los machos. Vemos que los relieves dan volúmenes a las piezas, que el movimiento está representado no sólo por los instantes que el/la/los autores representaron, sino por el movimiento que desdobla la imagen.
El cineasta alemán, desde su concepción de hombre occidental, habla de los autores de las pinturas como artistas, tal vez sin poder traducir a palabras que el valor que las pinturas tienen no es como obras de arte, sino como obras existenciales, es decir, de la existencia misma de sus creadores. Habla de modernidad con laxitud, pero lo que está avistando, más allá de los conceptos, es el carácter inmanente de nuestra humanidad, la entereza de la expresión de un ser en el tiempo. Hace falta ver atrás para darnos cuenta de nuestro breve paso, de nuestra pequeña realidad.
Salimos de la sala, salimos de la caverna. Las imágenes son algo distinto a partir de hoy.
18.02.12