por Hans Fernández
El director argentino Daniel Burman presentó en la sección Panorama de la edición 66 de la Berlinale su reciente película de ochenta minutos: El rey del Once (2016). El autor de El abrazo partido (2004) y de El nido vacío (2008), ya caracterizado por un estilo buena onda de organizar sus ficciones, vuelve con una muy amena comedia.
El filme cuenta la historia de Ariel (Alan Sabbagh), un economista argentino que regresa desde Estados Unidos a Buenos Aires a reencontrarse con Usher (Usher Barilka), su padre. Ariel proviene de una familia judía y nunca ha aceptado de buena gana esta religión, mientras que Usher incluso mantiene una peculiar fundación que brinda ayuda a una comunidad de judíos bonaerenses. En dicha fundación trabaja Eva (Julieta Zylberberg), la “mudita”, con la que Ariel desarrolla un particular vínculo.
En su Ítaca bonaerense a Ariel todo le sale mal. Se siente agobiado y es un inadaptado que no entiende el mundo del judaísmo. Su encuentro con Usher se aplaza durante todo el filme —únicamente sostienen conversaciones telefónicas en las que su padre le pide “hacer una gauchada”—, y recién tiene lugar al finalizar la historia.
El rey del Once se estructura en capítulos que se corresponden con los días de la semana. El narrador se mofa constantemente del protagonista, específicamente de su disloque del judaísmo, de su familia y de Buenos Aires, instancias que parecieran constituir una sola. Se trata, sin embargo, de una burla liviana, ni hiere ni destruye, que mira con cierta simpatía cariñosa las desventuras que le ocurren a Ariel. Sin lugar a dudas, se trata del mismo humor bienintencionado que Burman ya había desplegado con talento en Todas las azafatas van al cielo (2002). En este sentido, cabe señalar que la forma de hacer comedias livianas de Burman representa un estilo que domina muy bien, y a veces a riesgo de parecer intrascendente, penetra con sensibilidad y acierto en los conflictos cotidianos de sus personajes.
El rey del Once pese a ser una comedia liviana y sin grandes ambiciones, no cae en la mediocridad. Tal vez aquí resida precisamente el talento de Burman de, sin exponer al espectador a situaciones conflictivas o incómodas y sin grandes complicaciones, plantear con delicadeza temas que no son para nada banales. Considerando que a través del aplazamiento del hijo por parte de su padre está planteado el tema del fracaso (de un encuentro, de sociabilidad, de vida familiar, de poder estar con los pies en la tierra, etc.), a lo mejor este humor liviano de sangre de Burman apunta a mirar los acontecimientos trágicos de los seres humanos con una actitud positiva y esperanzadora —a diferencia, por ejemplo, de Bergman, Tarr u otros directores caracterizados por un estilo serio y seco de enfocar las tragedias de sus personajes.
Daniel Burman se impone soberanamente en un estilo fácil de digerir, y por consiguiente que se vende bastante bien. El rey del Once cuenta, asimismo, con un notable desempeño actoral que contribuye a constituir un filme dinámico, sin grandes pretensiones, que pasa sin bombos ni platillos y a caballo de un estilo abarcado con maestría.
13.02.16