por Praxedis Razo
para Massimo Sarcina, il cui frattello puó essere annoverato tra gli extra di questo film
Estrenada en nuestro país sin ningún tino mediático, en pleno viernes santo en que los cines se han abandonado (“perdónalos, Padre, no saben lo que hacen”), y superada la excitación de la venida de Benedicto XVI a tierras cristeras, el divertido e inteligentísimo filme Habemus Papam (2011) de Nanni Moretti –única constante interesantísima de la generación postmonstruos-portentosos (los neorrealistas, los Fellini, Pasolini, Leone, Argento y todos los et al. posibles pero hasta Bertolucci) entre los cineastas italianos– ruega por quedarse en las salas y que se le comprenda en su justa medida: la del hombre.
Puesta en el mismo romo afán categórico que la esperada conclusión de la genitalísima saga de fin de milenio American Pie, esta comedia italiana tiene poco que ofrecer a la risotada franca con palomitas volando sobre los aires, que puede darse en buena medida metafórica, sin embargo su fino y quisquilloso humor te abandonará en las playas del Estigia fundamental en el hombre: la rica frontera de las decisiones tomadas frente al destino incólume, los límites entre la vida escogida y la muerte asignada. ÂżQué sentirá un papa de serlo? Esta película más o menos lo diluye en pantalla.
Partiendo por los créditos iniciales de imágenes compiladas de pietaje noticiero sobre la muerte de Juan Pablo II en tono de prólogo contextual y sintético, el filme inicia con la procesión cardenalicia que anuncia, después del justo velorio al muy mediático y muy retrógrado papa polaco, la reunión en que se elegirá al próximo sumo pontífice.
Todo es muy solemne hasta que la voz de la prensa televisiva aparece en off narrando, como suele ser de insulsa, lo que estamos viendo en pantalla: un periodistilla bobo intenta sacarle información a los obispos en pleno mantra angustioso que les clarificará la mente para dar de sí la mejor elección entre los candidatos papables. Ahí nos enteramos que la voz de los medios de comunicación (¡ni dudarlo, realmente!) será la pauta coprotagónica de esta película, pues el portavoz del Vaticano (el actor kieslowskiano Jerzy Stuhr) sale avante explicándoles a los sosos periodistas que se han pasado de la raya, como primeros diálogos de Habemus….
Entonces el espectador entra como invitado de lujo –y así será tratado toda la película, paseando en medio de los aposentos de la santa sede– al encierro de donde surgirá el humo blanco: todos los cardenales trabajados como personajes fársicos, pluma en ristre, se disponen a imponerse unos a otros como obispo máximo. El malestar de ser el elegido pasa del silencioso suspenso a ruegos gritones metafóricos y tangibles que evidencian la comezón común: nadie quiere ser papa, nadie y todos dudan a quién aventar de bruces por delante.
Del conteo surge la carota de un tortugón (el inigualable y prolífico Michel Piccoli, hoy en su mejor último momento, otrora discreto fetiche del Buñuel crepuscular) que medio se había asomado en la procesión. El apellido de este mundo del nuevo papa es Melville y su cabezota se aparece incrédula, nerviosa, salida del tercer o cuarto plano entre los otros alfeñiques vejestorios que aplauden su nombramiento súbito. Humo blanco, la emoción desbordada en la Piazza San Pietro desbordada de grandes anónimos que todo lo banalizan (los deportes, el pontificado, etc.). Visten al primo siervo de Dios que en medio de su presentación pública comienza a berrear y sale huyendo de ahí (“Non c’é la faccio”, grita): la catástrofe, la duda, la parábola de quién es quién en este mundo comienza.
El doctor dice que todo está bien en el cuerpo del hombre, el portavoz intenta cubrirlo de disculpas hacia el mundo, la prensa quiere saber quién es: nadie lo sabe, ni él mismo, who you gonna call? Al psicoanalista por supuesto (el mismo Moretti dispuesto a carcajearse de la situación), que aunque comienza con buen ritmo y buenas intenciones de pronto se vuelve un tanto inconsistente, incongruente en el espacio fílmico que se pretendió construir. Hasta aquí el gran filme tratado de manera sobria, con un humor discretón, sin levadura, ya que después de la llegada del doc la película sufrirá de una escisión nuclear: una será para toda la familia y la veremos carcajearse en un gran torneo de voleibol de los cardenales, y otra será la película que puede trascender a pesar de los chistes sobre el azar y la fe que hace Moretti, y es la del papa flâneur, explorándose a sí mismo.
La terapia que puede ofrecerle al santo padre el llamado “mejor psicoanalista de la región” es imposible, ya que no puede hablarse de sus amores, de su infancia, de sus padres, de sus obsesiones, o sueños, y todo debe ser abordado con discreción y frente a la junta de cardenales. El psicoanálisis es desarmado por el peso que agobia al mismo papa, quien escapará (en inmejorable secuencia de antipersecución con sencilla salida de cuadro) de la custodia de su jefe de prensa, quien enarbola un burdo plan para acelerar los protocolos apostólicos que solo a él urgen, sacando al pastor universal de su sede como todo un incógnito, en busca de una terapia de resultados más expeditos (como sabe, lector, imposible de imposibles), con la exesposa del Moretti psicoanalista (nunca mencionan el nombre del doc), que no alcanza a entender la magnitud del caso, pero donde medio se desnuda el papa equiparando su trabajo al del actor que tanto deseaba ser, y así sin chistar desnuda, sutil, los insondables formalismos de la santa madre iglesia.
Aquí es donde la película se divide en dos: el encierro cardenalicio al que es arrastrado Moretti por las circunstancias, como parte del ritual de aislamiento que deben vivir hasta que el papa les ordene mejores asuntos (que es lo chusco, la bufonada del director), y lo que vive el papa anónimo de paseante por las calles desenfocadas/mandadas-a-segundo-plano de Roma (que es el jugo cáustico de la película, lo que hace dudar un poco de la pertinencia vehemente del psicoanálisis en el film), viviendo quizá por última vez la travesura épica de vagar por la Ciudad ¡a su edad y con su cargo! con el malestar de ser humano, demasiado humano y nietzscheano que busca romper sus ataduras del deber y sólo así liberarse de sí mismo.
En el corte chusco sucede el infantiloide torneo de voliebol y la bobería de poner a un guardia suizo a hacerla de papa desde la ventana de su apartamento; en el cáustico, el papa se enrola con una compañía teatral que pone al Chéjov que él sabe de memoria, se pierde en las líneas de los autobuses romanos en medio de sus monólogos interiores de culpa y responsabilidad, boga por las madrugadas panaderas, va, viene sin ser nadie, como todo un místico en pleno siglo de los celulares, y es testigo del sufrimiento que causa su indecisión a través de todos los medios de comunicación.
Antes del final todo se resuelve con una mezcla de lo chusco y lo cáustico de frente al escenario teatral, como debe ser, en un juego de montaje parabólico in extremis: los cardenales acuerdan desenmascarar al papa de frente al baile de máscaras que ya de por sí es La gaviota chejoviana, la noche del estreno de la obra que acaba siendo interpretada de forma desaforada por un loco actor de la compañía. Todo el teatro es invadido por la guardia suiza y los sombreritos y las capitas tenebrosas de los ancianos jefes de la iglesia católica, todo en claroscuros, como las expresiones insondables del genial Piccoli papal.
La última secuencia es desgarradora y el filme acaba pesando por ella. Por fin, luego de casi dos horas de película, la muchedumbre ve asomarse en el balcón de la Piazza al nuevo papa que toma la palabra y en todo hace recordar ese cursi momento chaplinesco, al final de El gran dictador (1940), en que el vagabundo impone su idea distópica a ultranza (“Realmente lo siento pero no aspiro a ser emperador. Eso no es para mí. No pretendo mandar, ni conquistar nada de nada…” Âżlo recuerda, cinéfilo lector?), pues el papa esperado y aplaudido se dice no ser capaz de llevar acabo la responsabilidad que Dios le ha impuesto. Dice que el papa que se necesita debe ser la armonía y el amor que el mundo espera, que el mundo necesita: él no lo es, y renuncia públicamente al cargo, se libera de sus ataduras sociales… ¡se libera! sin que nadie sepa qué hacer o cómo reaccionar. Da la espalda y desparece al fondo del cuadro, en la oscuridad del fin del filme que termina Moretti en coitus interruptus genial (con el principio del espectacular Miserere de Arvo Pärt a todo y a lugar).