por Praxedis Razo
Este inicio del discurso es un doble homenaje cinéfilo. Por aquí detectarán al más protestante de los presidentes vocacionales, don Abraham Lincoln, pero también será inevitable no intuir el fresco y exagerado amaneramiento oral del Dr. Schultz (Acotación: Así que se debe leer a garganta abierta, con el diafragma atento y viendo hacia el futuro, allende el Popocatépetl o más allá, pero sin dejarse de mover nerviosamente por la estancia en la que estén):
Evidentemente lo que queda de Hollywood está perdiendo su toque. Los últimos latidos de aquel monstruo, calculo, sucedieron hace tiempo, cuando las salas de cine eran realmente inmensas, tenían bancas incómodas, se podía fumar y las funciones eran un verdadero evento del día, del fin de semana, no una inmunda rutina para mantener a un montón de adolescentes mutantes más preocupados por la cantidad de sal o azúcar quemada que vierten en el maíz, que en los metros de filme que solían embobinar, pero que ya sólo hay que ponerle play.
¿Se podría decir que con el Terciopelo azul de Lynch (1986), el Batman de Burton (1989), y los Buenos muchachos de Scorsese (1990) vio su caída estrepitosa el imperio del espectáculo y que a partir de entonces sólo ha tirado algunas patadotas de ahogado? Yo estaría de acuerdo. ¿Pudo haber sido La rosa púrpura del Cairo (Allen, 1985) un lastimero pero justo e ideal canto del cisne? También estaría de acuerdo con ello. Pero lo más importante es responder si concluyó el devenir de aquel proyecto económico de principios de siglo XX, que sólo buscaba que las compañías productoras del norte de Estados Unidos se ahorrasen el terrorismo gangsteril de Alva Edison yendo hacia el sol de California, tocando fondo con la doble apuesta megaindustrial de La lista de Schindler y Parque Jurásico (Spielberg, ¡¡1993!!), sincronizada y casualmente estrenada con gran éxito a lado de una bomba de humo postpop postinteligente y postindependiente mal llamada Pulp Fiction (Tarantino, 1994)... Diría que sí.
Contextualizado, sin explicar, claro, mi argumento de apertura (“Evidentemente lo que queda de Hollywoodâ€), volveré a expresar lo más importante de esa frase: ha perdido su toque, y para ilustrar esto llegan a nuestro país dos películas de aquellos mismos realizadores con que Hollywood seguía contemplando ya un espejismo en los años noventa. Django sin cadenas (Django unchained, Tarantino, 2012) y Lincoln (Spielberg, 2012, homenajeando al Mártir del calvario de Morayta, 1952) representan la rebaba infraindustrial del obvio y menos creativo servilismo presidencial. La consigna vil. El hueso roído. Y son la muestra de dos cosas más o menos importantes que nos incumben: 1) los estadounidenses ya no se preocupan por temas aparentemente universalizantes, y 2) esas producciones ya no tienen nada qué decirnos a nosotros, han perdido nuestra atención, y parece que no les afecta demasiado.
Fin de proemio.
Ambos títulos se refieren a un momento clave, el momento, en la historia de Estados Unidos, y lo resuelven de las únicas dos maneras posibles que conoce la industria hollywoodense desde siempre: desde la venganza gore aparentemente incorrecta, y desde la edificación de un muro intrascendente de palabras tremendas y tremendamente sobreactuadas, que traen consigo al núcleo vital del esperpento del espíritu WASP.
Más arribistas, sensacionalistas y cursis no podían ser estos dos cineastas que montaron un teatrino-respaldo necesario para inflamar las emociones del inicio del segundo período presidencial del mediático Barack Obama, y que no esperan nada más (lo que venga –las ciegas taquillas en todo el mundo– ya es ganancia). Triunfaron. Todos triunfaron (incluso Una niña maravillosa, Beasts of the suthern wild, Zeitlin, 2012, de la que ya se hablará) recordando panfletariamente al respetable público que los negros pueden ser taimados (Django), pero que siempre han sido el futuro (Lincoln); que pueden estar enojados (Django), pero siempre vivirán agradecidos, atentos al llamado de sus amos (Lincoln); que fueron esclavizados, tratados como animales de carga (Django) para la gloria de quienes se después se atrevieron a liberarlos (Lincoln).
Son insoportables, en general, ya se mira. Pero en lo particular tienen la misma cierta ternura de un cohetón que se ceba. Ya lo saben, seguramente ya se ha hablado de todas las referencias inútiles que van y vienen en la de Tarantino, que ahora sí ni se inhibe y se responde a sí mismo sus enigmas indescifrables (el drama de los nombres: el esclavo tildado D’ Artagnan o el maniquí (Kerry Washington) que casi se llama como una de las valquirias, y, por supuesto Django-2012 que se encuentra con Django- Corbucci, 1966), o se podrá poner énfasis en la humildísima y mesurada actuación de Day-Lewis (¡qué cadaver cristolino más elocuente hacia el final de la película!), pero lo más impactante se define en la gran fiesta de las balas en Django y en los extraños monólogos-parábolas de Lincoln y su antirrelación con el hijo menor.
En ambas situaciones (fiesta de balas y monólogos-parábolas/horfandad anunciada) ni Spielberg ni Tarantino tienen empacho en repetir lo que han dicho, ahora sí, hasta el cansancio. ¿Recuerdan el embrollo del juego de la representación en la representación de los alemanes en el sótano de una cantina en Bastardos sin gloria (2009), esa rudimentaria obra falazmente fracturada en su estructura? Pues técnicamente la secuencia de la gran matanza en casa de Calvin Candie (cándido DiCaprio en gestus social de aparatoso imbécil pero millonario) es idéntica desde el método de aceleramiento y suspensión del tiempo, hasta en la duración de las escenas. ¿Recuerdan las impetuosas maneras de Oskar Schindler cuando va a rescatar a su capital que iba dirigido a los hornos? Spielberg le pide a Daniel Day-Lewis que siga al pie de la letra aquella lección, y del déficit de atención con el chavito, no tengo que mencionar todas las películas del señor Steven para aclarar algo al respecto.
¿Qué clase de espectáculo cinematográfico seguimos solventando? ¿En serio queremos un cine hecho por la misma pandilla feliz y regordeta (Spielberg’s gang, de músico a fotógrafo y hasta guionistas de cabecera) que nos viene entreteniendo desde hace 30 años dándonos muy poco a cambio? ¿Qué tanto sigue impactando el rescate de los subgéneros con nueva y osada parafernalia, que sirve para escuchar las peroratas de Tarantino en voz de sus múltiples yoes, o más bien elloes? ¿Se disfruta de un cine que no se preocupa por entablar un diálogo con nosotros, que está al servicio del presidente que le caiga bien (porque no hay que olvidar cómo desde la Academia de las Ciencias y de las Artes Cinematográficas se vapuleó a Bush bien y bonito)?
Yo sólo agregaría que de Lincoln agradezco no haber estado suficientemente documentado como el espectador gringo promedio que seguramente vive el drama leguleyo al máximo, lo que hizo que me desviara como de apróximadamente 90 minutos de diálogos y me concentrara en el discurso plástico, en el entramado fotográfico que propone Janusz Kaminski sobre la profundidad de campo saturada de una luz crepuscular que condena a todos los que están a trapados ventanas adentro, haciendo un comentario valioso del mortecino ambiente privado de los personajes públicos que trabajan al servicio de los demás ex aequo et bono, para quienes siempre tendrán lo mejor de sus vidas ilustres que apenas si pueden reconocerlas frente al espejo oscuro de su baño. Lincoln siempre está encapsulado en el gran mausoleo que es la Casa Blanca.
31.01.12