por Josefina Gámez Rodríguez
En el cosmos de El premio (una magistral y honesta ópera prima de Marcovitch, 2011), el mar y la playa son un sinónimo de aprisionamiento y de congoja radical. La circunstancia cinematográfica de los personajes que se mueven en ese cosmos específico es de una constante tétrica absoluta, aunque en el fondo y por fuera se “diviertanâ€, se la “vayan pasandoâ€. Esta película exhibe los fantasmas más duros de la dictadura argentina desde una nueva postura generacional desde la que todo es más claro, por ende más terrible.
Ceci Edelstein (Paula Galinelli perfectamente y perfectamente trabajada), la niña de la gran ciudad va patinando a traspiés sobre la playa: desentone total, como el piano cageano de Sergio Gurrola que sustenta la problemática que atestiguamos. Viene de quién sabe dónde y se adentra en un búnker destartalado que tiene al mar de frente, al parecer es una viejísima covachita de temporada vacacional, donde nos enteramos que vive con la que nos enteramos que es su madre (Laura Agorreca paliducha y atormentada con su vida), que intenta cerrar una ventana atroz para ¿esconderse? ¿guarecerse? de una tempestad omnipresente.
He ahí el matiz de la única verdad de esta película en tonos mortuorios (extraordinaria y perversamente fotografiada cámara en mano bien temperada por Wojciech Staron): madre e hija, alacranas atrapadas en su propia relación, en la misma trampa-casa, en constante asedio de la naturaleza, aunado esto a la presión social (encarnada por la escuelita), pivote del premio, pretexto que nos deja asomarnos por los resquicios contextuales de la historia.
El concurso al que los insípidos militarcitos someten a los infantes atrapados en esa escuela de provincia pseudo playera, pseudo portuaria (pues yace desierta de todo a todo, ruinosa y jodida) es una obligada cartita de amor a la Argentina ultramilitarizada (casi como nuestro “El niño y la marâ€, concurso que la Secretaría de Marina organizaba a huevo con la SEP ¿se acuerdan?), que obviamente sirve al Estado burocrático-autoritario de fines de los 70 para adoctrinar y reafirmarse en esos momentos en que todo lo sospechoso era desaparecido, sepultado o iba hacia el mar. A cambio de chocolate caliente, los militares cumplen con su llamado “proceso de reorganización nacionalâ€, que no era otra cosa que causar terror sistemático entre los pobladores.