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Metal y hueso

por Rodrigo Martínez


Prótesis y calcio. Mujer párpados y hombre bilis. Sintaxis de dos cuerpos o discurso de las identidades cercenadas. Ilusorio relato de amor que es, ante todo, evocación de un síndrome de barbarie. Vector de atmósferas e instintos como éxtasis y reflexión. El sexto filme de Jacques Audiard (París, 1952), Metal y hueso (2012), transita por las tinieblas de sus personajes límite, animales casi de a de veras, para expresar ese flujo de violencia de un tiempo en que las vulnerabilidades individuales hacen pensar que cualquier tipo de solidaridad es signo de una condición humana más tolerable.

El recién separado papá a medias, Ali (Mathias Schoenaerts), llega a casa de su hermana mayor con todo y vástago para desentenderse de él. Peleador aficionado en obligada pausa, un empleo como vigilante de discoteca lo sitúa sensiblemente ante Stéphanie (Marion Cotillard), víctima de agresores celos masculinos, a pesar de que él sólo sabe expresarse con la violencia. La mujer autoconsciente de su erotismo, cuyo oficio consiste en entrenar ballenas para espectáculos acuáticos, pierde las piernas tras ser aplastada por un cetáceo. Antes de recibir la prótesis que le dará nueva autonomía, acude a un vínculo indefinido con el peleador, siempre en estado de desahogo sexual, cuya rutina consiste en evadir la fijación de cualquier lazo.

Barbarie de la no identidad; fiereza de la irresponsabilidad; bárbara soledad de la incomunicación; violencia como continuum retrospectivo de una dureza social con toda clase de desafectos siempre plasmados en los estados corporales o significativos debido a una banda sonora que logra ser tan rítmica y simbólica, como la de aquel filme titulado Drive (Winding Refn, 2011), Metal y hueso articula un discurso de carencias y derivas. Habla en los cuerpos de sus dos personajes arrumbados en lo más bajo. Muestra sus actos de capricho ególatra o de evidente amoralidad. Amén de su condición elíptica-auditiva, el leitmotiv de los dos cuerpos (femenino y masculino) estructura un sentido en la doble metonimia del metal y del hueso; o bien, del cuerpo-virilidad derrotado en aquella paliza que recibe el ulterior peleador callejero, y en la mutilación de ese cuerpo-feminidad alguna vez coronado por faldas ajustadas de piernas al descubierto, que terminó como par de muñones que buscan otras maneras de la sensualidad.

Mamíferos más allá de la modernidad líquida (Zygmunt Bauman), casi hermanos del personaje de la magistral película previa de Audiard (Un profeta, 2009), Ali y Stéphanie fungen como el centro de gravedad de un andar hacia la certidumbre. Con esa premisa, Metal y hueso acusa una adhesión al entretenimiento, pero también una expresión capaz de convertir en atmósfera toda transformación de carácter de sus personajes límite. Con arduo vigor de detalles auditivos y lumínicos, este drama concreta una textura expresiva a través de la comunión de ritmos sonoro-visuales e insertos reflexivos logrados por composiciones subjetivas casi pictóricas como el collage de apertura o la visión de la muchacha ballenera recién atropellada. La amenidad rechaza ser un modo de evasión porque la cualidad visual del filme, obra de un cineasta cuya técnica cohesiona técnica y poética, es la puesta en ambiente de un campo temático que abarca algunas bestialidades contemporáneas, como la inestabilidad social, los prejuicios de género y clase, la violencia o la fragilidad de todo tipo de lazos, incluido el vínculo con uno mismo.

Muñones, sangre, mar y diálogo con ballena. Pedazo de cuerpo femenino completado por músculos de hombre; minúsculos sentimientos varoniles educados con tratos de mujer; hielo quebrado a puñetazos; cruce de traslúcidas puertas hacia un destino común como en aquel de El último hombre (Murnau, 1924): a pesar de las composiciones sombrías de interiores casi noir y de las aglutinaciones de luz de paisajes y exteriores, son evidentes los instantes al extremo en que la película elige la inverosimilitud con todo y los párpados certeros de Marion Cotillard o los ceños elocuentes de Mathias Schoenaerts. Ya sea en una paliza de cine (cuasi farsa de Serie B) o en una danza cliché de brazos femeninos en la cercenadora silla de ruedas con imaginarias ballenas en un balcón, la atmósfera violenta redunda en un argumento al borde de la sobredramatización. Incluso el relato secundario del hijo desprotegido de Ali, cuya resolución es la última explosión de violencia justificada y efectiva en la escena, elige fundar su condición trágica en una previsible toma de conciencia sobre la falta de responsabilidad paternal.

Más allá de estas derivas de libreto, el aporte de Cotillard, ya liberada de su tropiezo en la grandilocuencia argumental de El caballero de la noche asciende (Nolan, 2012), consiste en conferir significatividad a numerosos momentos de quietud narrativa hasta romper con la fórmula expresiva del género amoroso. La actriz refuerza las propiedades reflexivas de una forma plagada de símbolos, indicios y múltiples facetas de la elipsis (yuxtaposiciones sonoras, fundidos, objetos-tiempo como las ruedas de un camión, insertos o simples cortes directos), porque fue pensada para ser alegoría de la vulnerabilidad. Si la cámara persigue a seres que ascienden de infiernos particulares interdependientes, es porque la película nunca pierde de vista la idea que Jacques Audiard tuvo tras leer los cuentos del canadiense Craig Davidson: partir de los episodios de mayor infortunio de sus dos seres enajenados para llegar a otros estados afectivos.

Dramaturgia de símbolos desplegados como temperamentos humanos, lo que fue pensado como un relato de amor para un público femenino (“Una historia de amor en este mundo clasista”, entrevista con Fabien Lemercier, Cineuropa, mayo 2012), con todo y la violencia en el campo visual, no es sino la manifestación de que la única condición social tolerable, o la única salida de esas enajenaciones cotidianas que cercenan identidades, está en la necesidad de vínculos entre seres humanos, incluso cuando recurren a las propiedades más básicas, casi puramente animales: tal y como sucede con el instinto del calcio, cuando se torna prótesis, en un hueso roto.


05.03.13



Rodrigo Martínez


Alumno siempre, cursa estudios de posgrado con el anhelo de concretar un aporte sobre los modos de hacer del pensamiento cinematográfico. Licenciado y maestro en comunicación por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam, ha colaborado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho, La revista....ver perfil
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