por Amado Cabrales
Al ser planteado el viaje y las vacaciones como la temática de esta edición de F.I.L.M.E muchas películas vinieron a mi mente. Desde todas las variantes del genero del road movie (Easy Rider, Thelma y Louise, Wild at Heart, Motorama y la reciente On the Road), pasando por la mística oriental de Sabiduría Garantizada o Las flores del cerezo, ambas de Doris Dörrie, y por qué no, la amada e igualmente vapuleada Lost in translation, llegando hasta los oscuros y aberrantes momentos de La risa en vacaciones ad infinitum, me fui dando cuenta que más allá de la odisea homérica y de la experiencia y conocimiento que de ella se derivan, las vacaciones, como las entendemos ahora, y el viaje, son diametralmente distantes en cuanto a su significado.
Vacación –que viene de Vacatio o vacare (significa dispensa de un trabajo u obligación); de donde provienen las palabras vacuss (vacio), o vanus (vano, hueco)– se entiende como un periodo de relajación, de libertad por encima de las obligaciones cotidianas; se presenta como medida o remedio contra la ansiedad o el estrés, casi un tónico de dosis temporales contra la locura. Por otro lado viaje –que viene del catalán viatge o del latín viatucum, que significa camino o vía–, designa un traslado del cuerpo o el pensamiento, el cual implica un conocimiento. Lenguas como el alemán denotan esta relación en palabras como Erfahrung, que proviene del alto alemán antiguo, Irfaran: viajar, salir, atravesar, o vagar; idea profundamente arraigada según la cual el viaje es una experiencia que pone a prueba y perfecciona el carácter del viajero. Entendemos que viajar es una experiencia enriquecedora, que enseña sobre uno mismo, más que sobre el lugar al que se visita, lejos quedan las vacaciones, de invención reciente, que su referente directo es el vacio, vacuidad que perpetramos en el idilio playero, del exotismo y de la vorágine de consumo, no por que estas experiencias no enriquezcan, si no por que para la mayoría, vacacionar es simplemente un desfogue, que nada tiene que ver con aprender o apreciar algo.
Paradies: Liebe
Siguiendo la línea de párrafos anteriores, la trilogía de Ulrich Seidl sobre el Paraíso (Amor, Fe y Esperanza) se inscribe en la concepción de las vacaciones como un tiempo de realización, un momento añorado, sustitución del edén religioso en donde se pueden vivir los sueños y deseos, donde se puede ser uno mismo u “otro”. Es en Paraíso: Amor (2012) donde se externa de manera cuasi documental, la idealización del vacacionar, las desventuras en un oasis tropical donde el amor está a la carta. Seidl juega con la negación de conocer al otro, de salir del estereotipo, en favor de la realización de una fantasía, cancelando el viaje al tiempo que potencializa la más pura y vacua vacación.
Teresa, mujer austriaca entrada en sus 50, que trabaja con personas de síndrome de down, madre de una hija adolecente indiferente a ella, viaja a las playas de Kenya con la intención de pasar sus merecidas vacaciones. En el lugar se ve acompañada de un variopinto (pero no muy diferente entre sí), grupo de mujeres en las mismas circunstancias que ella, poco a poco el motivo, y el atractivo principal de aquellas playas, se devela: el turismo sexual, que en esta ocasión, es perpetrado por mujeres, quienes buscan comprar el “amor” de jóvenes kenianos. Teresa se irá internando en el mundo del comercio sexual, en donde tras repetidos fracasos se irán alternando los papeles de perpetrador y perpetrado.
Con una visión algo documentalista, plagada de tomas amplias y planos medios que se mantienen al margen de la acción de los personajes –dejando que el protagonista de las tomas sea el juego entre ellos–, Seidl denota una línea que va desde sus primeros trabajos (Animal love, 1996 por ejemplo), hasta sus ficciones (Import/Export, 2007; Dog days, 2001), en donde se destaca su deseo de mantenerse objetivo, dejando que sea el espectador quien juzgue o se sienta participe, casi cómplice, de sus protagonistas.
En Paraiso: Amor, el realizador austriaco nos introduce en la relación que existe entre el turista y el oriundo del exótico lugar, el cual siempre juega como proveedor, no solo de objetos, si no de deseos y fantasías. Teresa demanda se le vea como mujer; más allá de sus desbordadas curvas o las patas de gallo de sus ojos, pide ser reconocida. Dicha petición no es recíproca, tanto ella, como sus compañeras austriacas del resort, tanto se fascinan como se burlan de los kenianos, quienes nunca escapan del estereotipo de “salvajes”, de seres enteramente erógenos pero a la vez nobles.
Una escena muy interesante es aquella que sucede en la playa, con los europeos pálidos, tendidos al sol, y los kenianos de pie, a la expectativa, separados por una delgada línea. Estos últimos siempre dispuestos a venderte algo, pues para ellos son sólo sus sugar mamas: pavos regordetes y rellenos de dinero, sostén de una economía tercer mundista basada en los servicios. Otro ejemplo de ello es la escena del mosquitero azul, en donde Teresa, exhausta por el sexo, duerme como una Venus desnuda presa-diosa de la abundancia.
Nunca se da el contacto real, Teresa no sólo requiere de sexo, sino del paquete completo. Quiere el “amor” a cómodas dificultades, guía y enseña a sus amantes cómo tocarla, cómo besarla; insistentemente pregunta “¿cuántas mujeres blancas han dormido aquí?, ¿te apena caminar de la mano conmigo?”. No espera una respuesta real, se miente a sí misma, aceptando las vagas réplicas de sus amantes como lo que son, vacios, palabras y actos que encubren el comercio sexual, hasta en el cobro se valen de la fantasía de la “ayuda caritativa” –mi hermano, mi padre/hermana está enfermo/enferma. Se podría considerar a los kenianos como sucios oportunistas, pero dejaríamos de lado una compleja vida cumpliendo antojos a los europeos (¿acaso no pasa en nuestras propias playas?), de que el único sostén sea el estar al servicio de fantasías y perversiones, y no únicamente eso, el papel del turista es el personaje central, quien da consecución a una relación espectacular, desprovista de toda intención de entender o siquiera saber de los demás a parte de ellos; todo está a la venta, todo es exótico y encantador, todo es para el turista, todos somos mercancía.
Y sin embargo, por debajo de todo, esta la búsqueda del contacto humano, el fin a la soledad cotidiana. Teresa está sola a pesar de sus compañeras de juerga (su hija incluso olvida su cumpleaños). Teresa añora el contacto aunque sea por medios espectaculares, sin importar que tenga que pagar por ello. Ya hacia el final, desencantada, en la incompleta insatisfacción de su ideal de amor de verano, Teresa se entrega al frenesí, sabe que el amor no está ahí, pero por lo menos el deseo debe de persistir, después de un fallido “a ver quien se la pone dura al striper” entre sus amigas. Teresa trata de “domesticar” al bar tender, el cual no accede a sus lecciones, se vuelve entonces la predadora, la insistente. Es ella, la turista, quien permea el carácter de los habitantes del paraíso, el amor queda distante, se desdibuja en el click que intentó efectuar. La escena final, en medio de un paisaje marino que recuerda a un cuadro de Turner, muestra a Teresa cruzando el paisaje con los kenianos haciendo maroma y teatro en su camino, ya sin la búsqueda del amor.
Las vacaciones se presentan como el tiempo fuera del tiempo, momento idílico de realizaciones falsas, es quizá el momento en donde los deseos se presentan como falacias de nuestra identidad, lejos queda el viaje de reconocimiento, el camino de la montaña sagrada hacia nosotros mismos, las aventuras al estilo beat. La vacuidad lo come todo con desprecio y nos deja en la única medida que nos deja para interactuar, el consumo. Quedamos entonces a la merced de esta disyuntiva.
04.08.13