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To the Wonder

To the wonder

por Julio César Durán

 

El filósofo cristiano oriundo de Illinois, Terrence Malick, tras la majestuosa El árbol de la vida (2011) continúa un trabajo de exploración interna, donde parte de narrativas para llegar a estados visuales muy elaborados para un simple cuento. Con Deberás amar (To the wonder, 2013) el realizador norteamericano cuestiona su vocación religiosa a partir del dentro y fuera de un puñado de personajes y pretende quitar la común dialéctica entre el yo y el todo en el cine, utilizando lo particular (contingente) como vía para llegar a lo general (trascendente).

To the wonder llega como una secuela de El árbol... a nivel manufactura, ya que aquí el trabajo técnico se llevó a cabo con el mismo equipo de la anterior película (incluyendo al cinefotógrafo mexicano, Emmanuel Lubezki, quien volvió a trabajar con una combinación de diferentes formatos). La muestra más bien intuitiva de movimientos de cámara (hartos) y planos (muchísimos más) que tiene la película nos pone en la mente de los protagonistas, quienes nos llevarán a una serie de cuestionamientos acerca de la fe, la espiritualidad y el amor, metas ya por demás conocidas en la filmografía de Malick.

El filme describe la forma de manera perfecta con su propio título. Comenzamos con las grabaciones caseras –hechas con cámaras de teléfono móvil, tal vez– de una pareja, su romance y su recorrido por paisajes franceses, de ahí nos vamos a las impecables imágenes del idilio entre Neil (Affleck) y Marina (Kurylenko) para acompañarlas con vistas de estilo documental (extremadamente estilizadas, claro) en el recuerdo de la relación que él estableció anteriormente con Jane (McAdams), una vieja amiga de la infancia.

En el transcurso de la película nos encontramos también con un sacerdote, el padre Quintana (Bardem), quien será tanto catalizador como reflejo de las emociones y luchas internas de ambas parejas, y a partir de él la imagen se estabilizará un poco más y se volverá más nítida hasta llegar a un onírico desenlace. Caminamos de lo común a lo extraordinario, de la representación del amor humano hasta el amor divino, de lo simple a lo maravilloso.

La estructura tiene su razón de ser en las relaciones humanas, en los encuentros y desencuentros entre Neil y Marina, la pareja protagonista, pero el contenido que usa dicho pretexto para erigirse como una obra más compleja, incluso tal vez a la altura de una abstracción cinematográfica, es una búsqueda por lo divino en un corazón humano que está cansado, lleno de desesperanza y de agobio. Acá, el progresivo desvanecimiento del amor humano resulta en un detonante de la pérdida de fe y el cuestionamiento hacia el amor de Dios, no obstante la desesperada búsqueda por encontrar su presencia y su alivio.

Puede ser. Sin embargo la película de Terrence Malick me aparece un tanto estéril. La encuentro como un apéndice de lo que nos ha entregado con El árbol... y también con Days of heaven (1978) que se queda simplemente en la espectacularidad. Lo maravillante de esta obra se encuentra en cada plano y en cada salto (siempre omnipresente, como una vista de Dios sobre el todo –sea tiempo o espacio– y nunca cronológico) que da el montaje, pero poco o nada nos dice de los personajes mortales que habitan el universo que vemos en pantalla. En la película de 2011, Malick logró mostrar y representar perfectamente el paroxismo del dolor humano, la experiencia mística como encuentro/confrontación con lo divino y su intención de contar la historia misma del todo: sí, la hermosa Chastain levitando (en un poema edípico-religioso) y el perdón prehistórico (homenaje/cita a la versión Disney de Le sacre du printemps), que la crítica más obtusa resumió en "una mujer volando” y “los dinosaurios”, constituyen una lograda alegoría a la creación y amor divinos.

Acá no sucede lo mismo. To the wonder no logra encaminar los inentendibles dramas amorosos como un punto de fuga para el milagroso/espiritual mundo que nos rodea y que nos cuesta tanto trabajo ver. El gran prodigio de la creación que nos ha sido regalado por el amor divino, es palpable a partir de la forma de la película, pero nunca llegamos a asimilarlo con su parte narrativa, perdida entre personajes nada empáticos que son el principal bache del filme.

Malick logró construir otro monumento cinematográfico que posee una forma impresionante, pero ésta le suelta la mano al contenido que no llega a conectarse con el público a pesar de que siga siendo un maestro en la dirección de actores (una de las mejores actuaciones del director de Argo) y sobre todo de miradas. El asombroso paseo por los escenarios de suburbio norteamericano que el realizador conoce bien (Oklahoma y Texas), se queda en el virtuosismo sin corazón, precisamente el conflicto que representa su alter-ego, Quintana.

 

VERSUS

 

Deberás amar

por Praxedis Razo

 

“El amor nos hace uno. Yo en ti. Tú en mí”, dicta al principio una voz de mujer: fría marea que crece sobre Normandía, fango perpetuo de las sales, reflejo metafórico de lo que hay en los interiores de dos (o tres, con la hija) que se comienzan a amar. Dos aves, mujeres volátiles que detonan por las calles, frente a un árbol que las deja ser, las aguarda, las observa. Las conmina.

En pocas y pretenciosas palabras, este de arriba es un párrafo equivalente a lo que sería el primer rollo de la película de Malick. En 10 minutos, la anecdotaria y superflua invitación que hace a contravoz el hombre a la mujer y a su hija a que dejen su historia en las calles parisinas y lo sigan al oeste norteamericano, queda enmarcada por la calidad del trato que le ha dado un artista cinematográfico a un simple intercambio de frases. Desde ya nos enteramos que colores, movimientos de cámara, gestos, luces y miradas estarán al servicio de lo que nos permita contemplar y entender la pantalla.

Por los encuadres y el obvio hilito de susurro, sabemos que la historia es de ella. Que es ella naciendo otra vez el pretexto del film. Pasan de la noche nostálgica, la humedad y el otoño lapislázuli deslavado en el viejo continente al solazo eterno de la tierra prometida, los inmensos pastizales amarelas en punto de incendio y el otoño verdecino de la costa pacífica del nuevo continente. Lo que hace un instante era un castillo de ensueño trashuma en delirio de corte directo a torres eclécticas, eléctricas, donde la avechucha interpretada por la Kurylenko sigue volando, roja de sí, jugando a escapar del árbol, del también (¿por qué no?, si ya lo veremos más adelante retratado entre sus semejantes) menudo bisonte interpretado por Affleck (en quizá la única actuación de su vida). Comienza la debacle. Así, desde el principio, sin mediación.

Toma la palabra el viejo bisonte. Escapa de su casa, siempre en plena mudanza, al trabajo. Su ritmo parsimonioso es el de la bomba petrolera que sube y baja, pesada, con una sola finalidad. Prefiere la oscuridad y el ballet de las máquinas constructoras/destructoras que la coreografía de sus mujeres (la que retoza en su cama, la que retoza en el mercado tan inmenso como los horizontes proyectados). Él busca plomo, cadmio y otras toxinas que sobrevuelan el ambiente envenenado, putrefacto, mohoso del sueño americano sobrepoblado; ellas siguen buscando al amor entre cercas, culturas e idiomas. La cámara va y viene. También busca algo a pesar de estar atada a éstos dos, su pretexto mural. Para este entonces han pasado otros 10 minutos. Terrence también es un gran lector de pentagramas, como no se ha visto desde Rubén Gámez.

La iglesia, el eco del sermón que recomienda amarse los unos a los otros como Cristo amó a su iglesia. Más luz, sí pero contenida: sigue otra búsqueda. La cámara deja a un lado a la pareja y la niña y comienza a seguir al padre Quintana (Bardem atormentado y cerrando campos, como el carterista de Bresson, Pickpocket, 1959), un católico-apóstolico-romano en decadencia, un hombre antes que un juez, un sentimiento en sí que quiere recibir la experiencia divina, que no le cuenten ya más, y vive canturreándose en constante glosa el exorcismo tántrico de armadura medieval que San Patricio escribió (“Cristo conmigo, Cristo dentro de mí, Cristo detrás” y así), para no dudar, para no fallar, no follar. Hasta el mínimo remolino en el peinado de este hombrecito triste es un retrato fiel del estatus de su duda a pesar de su segundo sermón (“El hombre que elige, se compromete”). 10 minutos más.

Lubezki y sus cámaras, el otro gran personaje del filme, van dejando en claro que la película se trata del amor trascendental (o puede ser divino-cristiano: ese es el código), frente al amor inocuo (el que se limita a estar entre los hombres, el animal). La película hasta aquí –nos hallamos en el clímax, cuando a ella se le vence la Visa– puede bien ser una exposición sobre la resonancia cultural que tiene el apareamiento de las creaturas divinas, pero hay un puente de nublazón que comunica la debacle anterior, la decadencia tranquila de un amor (que ni se olvida, ni se deja), con el paroxismo de la caída vertiginosa del alma enamorada hacia el desague, con el que se reafirma la tesis de Malick: después del único off de la película la rubia ranchera a la que ya se le acabó el mundo se sube al tren, y, aunque usted no lo crea, se suman 10 minutos al drama.

Diez minutos en el que vemos un idilio exprés de ¿qué? ¿cuánto? ¿al rededor de seis meses? entre dos semejantes bisontes de fuerza contenida y brutal (cfr. pequeña secuencia de “idílico” día de campo) que se esmeran por convencerse de que su amor debe ser más y mejor que cualquier visita de cama.

“¿Quieres rezar conmigo?”, le pregunta la güerita que parece tener el vetarrón consigo al otro monolito de Affleck antes de que durante ¡más 10 minutos! se caiga su teatrito de “amor”, porque la pajarilla intensa de los ¿firmes? sentimientos ha avisado de su vuelta a Estados Unidos para la primavera. La cámara también va cambiando su actitud, porque ahora esa grácil figurita volátil llegará en medio de paisajes cerrados, oscuros. La película cuyo punto de fuga era profundo, se acorta tanto que de pronto hasta nos dejan ver el DIU de la mujer. Todos son planos cerrados a partir de aquí, hasta en la iglesia, colores más ténues dominan el desenlace fatal, ya se sabe.

Las luces que contenía el filme, se van quedando atrás. El juego de sombras entra en acción. En medio de la secuencia de la amiga italiana que quiere demostrar como todo está mal en ese entorno feroz del oeste norteamericano (“Soy el esperpento de mi misma”, “¿Crees que soy un monstruo malvado, un vampiro, una bruja?”, “Quiero romper estas cadenas”, frase dicha señalando una botella de cerveza) está resguardado lo que viene. Hasta el padre Quintana es atormentado por sus propios fantasmas hacia esta parte (“Todo lo que veo es destrucción, fracaso”).

El miedo reina. La cámara nerviosea. Todas las historias se mezclan, se cruzan como los peatones de la calle, a partir de aquí ya no más ir de diez en diez minutos. Ahora nos transportamos en bloque. Así, en la secuencia de la tierna infidelidad, a lo lejos vemos una cruz y el mundo de la mujer que volaba se convierte en una pesada laja gris.

¿Qué más habrá que decir para que quede claro que el cine de Terrence Malick, en suma, es grande? A contracorriente del taquillazo, pone a bailar a los actores del momento para su bien. Es la muestra de que se puede seguir tratando de cosas trasendentales en medio de los escenarios clásicos de la superficialidad. Técnicamente, sin ese don de la cámara inspirada y el régimen quasidemocrático de cinco enfebrecidos editores (A.J. Edwards, Keith Frasse, Shane Hazen, Christopher Roldan y Mark Yoshikawa), que nos entregan una especie de collage intergral de varios cortometrajes sesgadísimos sobre lo que Malick planeaba ensayar, esta película sería otro melodrama inútil de la industria. Lo que demuestra que también sigue fincado y fincando en una tradición. Nunca ha roto con su historia; ha sido un continuador pero ha dado alternativas reales a un cine estancado de idiotas amoríos y súpermamadas de héroes.

El cine de Malick ha sabido poner en acción poética (quizá antes de él el último Tarkovsky, el primer y accidentado Tati), fuera del set o de la locación jugando a set, elementos cotidianos como persianas, fiestas populares, puertas comunes y corrientes, la propia cárcel, pasillos, el propio tráfico con todo el contenido energético de los menajes cifrados implicados en él (cfr. secuencia de confesión de infidelidad), los bosques informes, los rincones infames de la ciudad, para hacernos vivir una catarsis bsolutamente brutal de estar acá, sintiendo. Ese será, por derecho, su contribución al cine. Este, mi homenaje.

 

04.09.13



Mr. FILME


@FilmeMagazine
La letra encarnada de la esencia de F.I.L.M.E., y en ocasiones, el capataz del consejo editorial.....ver perfil
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