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J. Edgar o “el origen” de “todo” “el poder”
por Praxedis Razo

Si no supiéramos el cuidado que hay desde la preproducción en el sistema de creación cinematográfica norteamericano, podríamos pensar que en el corazón de un Hollywood de viejos pujantes, como el actual, el estreno de una película como J. Edgar (2011) de Clint Eastwood podría ser como un dardo envenenado. Sin embargo calculo que se trata de una polémica disfrazada, una carnada para escándalos autosuficientes, que no deja de poner en primer orden un trabajo fílmico ¿intachable? Incluso eso. J. Edgar quiere ser un periscopio que apunta al aparato nervioso de los EE.UU. en manos del viejo y sanguinario Harry, el sucio.

Un hombre comienza contando en off los primeros años de su vida, lo que le interesa resaltar es el hecho de que muy joven ya poseía una idea radical sobre la justicia, mientras vemos algunos objetos medio regados en algún cuarto de algún millonario elocuente y aparentemente mal intencionado. Se trata de John Edgar Hoover (Di Caprio a lo loco al que se reconoce como un deliberado Charles Foster Kane), constructor de la administración de inteligencia estadounidense, la conciencia norteamericana, el Federal Bureau of Investigation (FBI), en suma un monstruo que está dictando sus exageradísimas memorias, su leyenda, casi frente a la cámara, es decir en nuestra sala de cine. La película es un diván asombroso para J. Edgar que milagrosamente ocurre detrás de un escritorio sin que el público se incomode en su papel de psicoanalista.

Es el más grande y honorable busto-homenaje en movimiento al gran burócrata, a un hombre al que le fascinaba recolectar información y esconder la suya, obsesionado por el poder absoluto e infranqueable, un pilar moral de los Estados Unidos, contada desde una rara intimidad arrítmica de fuerte y constante contraste de sombras (labor de Tom Stern) que quiere ser también un retrato de lo políticamente correctivo.

La dinámica es el flashback. Del presente mortuorio, tranquilito y sosegado de los agitados comienzos de la década del 60, siempre sospechoso y triste, siempre iremos en corte directo al pasado a punta de balazos visuales y literales (trabajo que se le debe reconocer a otros viejos colaboradores de Eastwood, Joel Cox y Gary Roach). Estamos frente al baile de secuencias de un maestro: unas estáticas, habitadas por un monigote ambiguo, las otras dinámicas, a ritmo sincopado, como el mejor Lang de mejores tiempos hollywoodenses (Scarlet Street, 1945; (The big heat, 1951), que demarcan un pasado medio escondido-medio deseado pero siempre recobrándose, y es lo que nos mantiene quietos, apelmazados en la butaca, siendo cómplices del relato culposo del creador de un sistema paranoide de justicia, hasta que comienzan a estallar las frases del chisme, el intercambio de miradas, el intercambio de miradas, el intercambio de miradas (hermoso manejo de espacios que se abren-cierran).

La película es de intriga política, no lo duden, aunque ésta suceda en la ¿poderosa? mente del protagonista, pero lleva el condimento del romance alegre y entrañable de J. Edgar, como si se tratara de la siempre discutible metáfora del matrimonio entre Cristo y la cristiada que deviene de ese gran poema erótico que es el Cantar de los cantares. Sí, Eastwood parece conseguir lo que se propuso, fabricar un filme biográfico de un intocable genial pleno de ambivalencias, dobles o triples discursos atrapados en las viñetas de cámara fuera de campo, es decir de impresionantes vacíos, a base de metáforas todas dejadas al aire, interrogantes lanzadas al espectador que se puede ir a dormir sospechando haber visto un escandalazo, un museo de insinuaciones fálicas incontenibles (especialmente la dolorosa escena antirosebud también deliberado del descubrimiento de el cuerpo inerte), o una asombrosa y grandilocuente estatua fílmica a un prócer gringo, o, mi preferida y sospecho que la de Eastwood también: ambas posibilidades de lectura paralela y simultánea.

Como una boa conscriptor , la trama del dictado nos va amarrando en voz de un Hoover vitaminizado, enfermo de orden y progreso, perseguido por un espectro que recorrió a Europa (Manifiesto del partido comunista, Marx et Engels, 1848), mientras algunas acciones dramáticas describen, desmienten o le agregan cosas a lo dicho. Se trata de hacer un arte de la indiscreción política en una época en donde estar escondido en el clóset y la hipocresía espectacular era la única manera de sobrevivir bien. Al respecto, las secuencias angulares de los homenajes a la gran masa, amorfa e inconsciente, de la cinefilia gringa están hechas para aplaudir de pie: James Cagney –ese Bruce Willis de antaño– encarnando primero al insoportable Enemigo público (Wellman, 1931) y después al insobornable agente del FBI en G-Men contra el imperio del crimen (Keighley, 1935) a petición propagandística –de uno u otro bando, ha de decirse, si es que de dos bandos antagónicos se pudiera decir que se tratase–, es una cereza del gran pastel precedido por la recreación de la odiosa Shirley Temple, una pincelada espejeante al pasado faraónico que miran con socarrona nostalgia tanto Hoover como su re-creador, Eastwood.

Obsesión por quedar bien retratado en sus farsas, el J. Edgar de Eastwood se representa con una plena consciencia dramática –un poder hecho a imagen y semejanza de Hollywood– que cultivaba igual en montajes policiales, que en recurrentes visitas presidenciales (siempre saludando al eterno inacabado retrato de George Washington en la eterna antesala de la oficina oval), que en truculentos chantajes dignos del Nobel, y se le agradecen esos momentos luminosos en que, vuelvo a comentarlo, la escena se vacía, después de una tormenta interna, toda moldeada con los ojos omnipresentes e hiperexpresivos de Di Caprio, siembre bajo el telón de la metáfora, nunca mejor representada, del pináculo cerebral de nuestro vecino del norte con padecimientos de gigantismo imaginario.

13.01.12

Praxedis Razo


Un no le aunque sin hay te voy ni otros textículos que valgan. Este hombre gato quiere escribir de cine sin parar, a sabiendas de que un día llegará a su fin... es lo que más le duele: no revisar todas las películas que querría. Y también es plomero de avanzada. Mayores informes y ofertas al 5522476333. ....ver perfil
Comentarios:
13.01.12
Ramsés Ancira dice:
Buena crónica, buena crítica. Lástima que el autor no se puede sustraer de la pedantería mamona. ¿Que tiene de odiosa Shirley Temple? ¿Y que tienen de malo las películas de Chihuahuas? Esta puede ser una gran página de cine si se abstiene de sus juicios discriminatorios. El artículo 1 de la Constitución Mexicana establece las bases de toda la ley, nadie puede ser discriminado por su orientación sexual, su profesión, si es prole o priista, o por si le gusta "The Sound the Music" menos que el Diario de una Princesa.
14.01.12
Jools dice:
Qué tal Ramsés. A nombre del equipo filme, te comento que me encanta que nos estés leyendo y que tengamos un público crítico y que no compre todo lo que páginas (como la nuestra) le ponen enfrente. A título personal, difiero con tu opinión, creo que lo que hace un buen criterio y lo que nos distingue de un animal más instintivo y simple, es precisamente la capacidad de discriminar, es decir, de elegir, de decidir una cosa en lugar de otra teniendo como base, razones. Me parece imposible que alguien pueda vivir sin hacer juicios, definitivamente. Claro que no debe confundirse con ser excluyente, yo discrimino, sí, entre una película y otra, pero no pienso promover la prohibición de las películas que no considero buenas, ni el encarcelamiento de su público -eso sin duda sería una aberración-; creo que más bien que puedo decidir una línea editorial y presentártela cual es, y decirte desde el principio (como medio) que a mí me interesa un tipo de cine y no otro, y que cada colaborador tendrá la libertad de mencionar qué le parece virtuoso y qué no. Esa es una opinión solamente. Una vez más, gracias por ser un lector de F.I.L.M.E. y de verdad, me encanta que tengamos público como tú.
14.01.12
Mr. FILME dice:
Ramsés, me parece evidente que lo que hace F.I.L.M.E. es distinguirse de la númerosa oferta de otras publicaciones. ¿Queremos otro cine PREMIERE? ¿Otro cinemanía? ¿Querémos, acaso, continuar difundiendo un cine oligofrénico como el de Diarios de una Princesa o de perritos chihuahuas? La producción cinematográfica (cultural en general) es vertiginosa, y hace falta un observatorio, una instancia crítica que intente orientar al público, ese es el lugar de la crítica. Se derrama mucho dinero y mucha sangre, se malogran talentos, se mancilla capital humano para generar productos y mensajes enajenantes. Con una película hollywoodense promedio, se hacen 30 o 40 filmes latinoamericanos muy buenos. La actividad crítica-creadora, hoy más que nunca, debe actuar con determinación, y debe llegar al mayor número de gente posible.
15.01.12
Praxedis dice:
perdón por decir lo que pienso de la señorita simpatía Temple, y precisamente ella representaría las peliculeras de los chihuahuas en el pasado, cuando lo de moda era poner a actuar a la odiosa niña que, para más descripciones, ahí está ella misma: http://www.youtube.com/watch?v,...,UKJM1_FMdzo&feature,...,related
21.01.12
Néstor dice:
Mr. FILME y Praxedis, me parecen muy inteligentes y respetuosas sus réplicas y aclaraciones. Creo que su colaboración y aportación es parte fundamental de que este sitio se distinga de otros dirigidos al entretenimiento del lector y no a enriquecer su criterio o provocarlo incluso, con el mero fin de que se cuestione lo que lee. Gracias.
comentarios.