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Tenemos que hablar de Kevin o la maternal significación de lo indeseable.

 

 

por Daniel Valdez Puertos
 

Tenemos que hablar de Kevin, sugerente título de imperativa construcción que alberga en su núcleo la tragedia del fracaso comunicativo. No por nada, la lingüística moderna, la neurolinguística y los estudios sociológicos postestructurales se han ocupado con regocijo sobre el acto del habla en el seno de las problemáticas culturales. La incomunicación humana es un estado crítico del ser y debería atenderse con la seriedad que lo demanda, de lo contrario las consecuencias podrían ser devastadoras.

En una temprana aproximación, este es el cuestionamiento clave que nos plantea el tercer largometraje de Lynne Ramsay, directora escocesa que manifiesta una sensible inclinación hacia los temas de la infancia (Ratcatcher, 1999) y sobre el misterioso y áspero mundo de los escritores y las editoriales (Movern Callar, 2002).

El fondo de la forma.
En Tenemos que hablar de Kevin, Ramsay se sirve de la novela homónima de la escritora cuasi-feminista Lionel Shriver, para continuar explorando los caminos de la plástica cinematográfica en el sentido más puro de la expresión. Así es, y no me cabe duda de ello, que el texto es un pretexto. El frasco contenedor que le da forma a la sustancia predilecta de un cineasta: la imagen y el sonido. Es en este nivel que resulta conveniente valorar el filme, y ahora explico por qué. Exquisita la foto, salpicada de manchas rojas por doquier, densa también por su carga doblemente familiar en el marco de la historia visual, pues hemos de remitirnos a la nostálgica cromática polaroid 60’s-70’s, y al mismo tiempo, su versión actual, la popular y catártica aplicación para iphone, instagram. En tanto que el sonido, también goza de espectacular artificio; mix de voces anacrónicas, balbuceos de un mocoso insolente, estridentismos de varias tesituras, e irrupciones hiperclimatizantes de un soundtrack compuesto por Jonny Greenwood, el guitar man shoegaze de Radiohead.

La forma del fondo.
El significante, como usted ínclito lector conoce, pero si no lo recuerda lo refresco, es la parte de la enunciación que constituye la cadena fonemática, es decir, lo materializante de la palabra, que permite a nivel conceptual detonar una idea, un significado. Nuestro significante en español que en el habla ordinaria empleamos para denotar la idea de un sujeto de escasa edad que aún no se puede valer de sí mismo de acuerdo a las normas sociales es la palabra niño. En inglés es child, en francés enfant, ese es el significante de cada lengua para comunicar más o menos la misma idea entre todos los que forman parte de esa comunidad lingüística. Así bien, en el plano del significado del filme, de lo narrativo, de lo que se nos cuenta, tenemos pues puro significante. La intención inmediata y más relevante del filme está en su puesta en escena, pues como he mencionado, el texto es la ocasión pertinente que la autora ha escogido para hacernos partícipe de su extraordinario lenguaje cinematográfico, a través del relato en cuestión.

El relato en cuestión.
Eva, interpretada por Tilda Swinton, es una mujer próspera, que disfruta de la vida a tope en la tomatina, exitosa en el mundo editorial y que desea conocer el mundo entero. En una noche de pasión la naturaleza hace de las suyas y ¡chín!, se embaraza de su esposo. Como quien no quiere la cosa Eva se rinde ante el sino maternal y es así que nace Kevin, un niño de aparentes cualidades cognitivas nonatas, que sabe y nunca olvidará que su llegada al mundo no era muy celebrado por su progenitora. Kevin parece ser un niño que no funciona muy bien, pues siempre la anda cagando, se limita a interactuar con el mundo por medio de farfullos. Sujeto social, sujeto parlante (R. Barthes) Y contundentes miradas oblicuas que dirige amenazante hacia su madre. Kevin pareciera ser el engendro del demonio (La profecía, Donner, 1976) o el siniestro niño de Its a Good Life ( tercer episodio de Twilight Zone: The Movie, Spielberg et. al, 1983). Kevin tiene secuestrada moralmente a Eva, engatusado a su padre (John C. Reilly en su siempre extraordinaria interpretación de bobo) e intimidada a su hermana menor. Kevin, si nos empeñamos en encontrar moraleja, es la costosa factura de las decisiones no premeditadas de la maternidad, precio que también pagarán madres e hijos inocentes. Pero hay que alejarnos por completo de la sobrada interpretación de que Kevin es producto lógico de una sociedad descompuesta como la norteamericana, lectura que se antoja para pronto ante relatos del mismo corte, si bien el hecho cumbre es el mismo que en Elephant (Van Sant,03) o Jeremy (Pearl Jam, 1991), los motivos son muy dispares. Al final de cuentas, el desamor de su madre durante la gestación, visto de alguna forma, es un pretexto, un significante más, que Kevin emplea para ejercer aquél lenguaje no verbal del que gustaba tanto. El tiro al blanco.

20.01.12



Daniel Valdez Puertos


@Tuittiritero

Textoservidor. Lic. en Técnicas de la alusión con especialidad en Historia de lo no verídico. UNAM generación XY. Editor en Jefe y cofundador de la revista F.I.L.M.E. Fabricante de words, Times New Roman, 12 puntos. Es....ver perfil

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