por Rodrigo Martínez
Caballo blanco de guerra que irrumpe en una sala antigua. Árbol de amor como sitio del primer beso; raíz del mismo árbol ahora cercenado por la codicia y la incomunicación. El músico que llega a destiempo y el violonchelista que, como gallo de azotea, desata un nuevo día laboral. Ventanas que escupen objetos. Pianos que dialogan en lugares nunca visibles. La vajilla valiosísima resquebrajada por un caballo, por un perro y por un mayordomo. La pintura de un desnudo femenino que va y viene, perdiendo tamaño, por galerías, bodegas y casas. El joven que rechaza el bigote a la usanza del burgués georgiano. La casa con interiores vivientes o el estudio aficionado del obrero pintor. El percusionista extraviado por la rubia de la caseta telefónica o la secretaria con minifalda cuya torpeza provoca que la fábrica arroje vapores extasiados. Un cocodrilo en el patio de un hogar europeo y un hombre que cohabita con dos ratas. Las variaciones de la minucia como evidencias de que la rutina condiciona a la gente común hasta desposeerla y despojarla de principios y sentimientos con muecas de soledad y tedio.
La alegoría, según el diccionario, es un entramado de metáforas sucesivas, pero con imágenes como las anteriores, el cine de Otar Iosseliani ofrece una acepción diferente: la alegoría como el cruce de caminos entre la realidad cotidiana y la realidad poética; el cine como continuos encuentros de la imagen verificable, a veces con modo de genuino documento visual (Fundidora o Y la luz se hizo, 1989), y la lírica del plano donde objetos y gestos son más reveladores que los actos y los diálogos. Mímica de circunstancias que bordean la irrealidad más allá de su textura cotidiana. En el trabajo del realizador nacido en febrero de 1934 en Tiflis (Georgia), un hogar matrimonial tiene una existencia vital propia (Abril, 1961), un óleo padece una odisea que semeja la de una persona que decae con esos golpes de hígado que suele propinar una experiencia de vida ordinaria (Los favoritos de la luna, 1984) o los principios tradicionales de una región son resquebrajados por la razón instrumental de una ciudad industrializada (Hojarasca, 1964). Personajes que tratan de huir del tedio como la anciana que pasea en un Alfa Romeo convertible, el obrero pintor, el campesino que lee literatura en el baño rústico de la cosecha, el hombre que juega a ser un conde o el gondolero que sube al tejado para contemplar el espíritu de Venecia (Mañana de lunes, 2002).
El cine de Iosseliani es un mundo triste plagado de instantes lúdicos. Es visualidad tragicómica repleta de pieza musicales ensayadas, pero escasa de diálogos. En esta cinematografía cada motivo es, por sí mismo, un relato con autonomía o una figura con significación. Como señaló Michel Ciment (Diccionario internacional de películas y cineastas, 2000), el estilo de Ioselliani resulta “hostil al cine de [S. M.] Eisenstein”. Antes que un montaje intelectual, el realizador de Chantrapas (2010) ha declarado que su interés es “plasmar momentos de cómo pasa la vida” con el propósito de convertirlos en una expresión artística que acude a instantes paradójicos que transgreden la realidad. El propio artista confesó, en entrevista con El cultural (diciembre, 2002), que su cine introduce “pequeños absurdos que poco tienen que ver con la realidad, pero el modelo de hombre que dibujo sí que nos rodea. Lo vemos todos los días”.
Otar Iosseliani ha confesado que sus raíces provienen de realizadores como Boris Barnet, John Ford y Luis Buñuel. Algunos críticos comparan su trabajo con el de Jean Renoir y Jacques Tati debido a los registros tragicómicos y las figuras irónicas de sus imágenes. El cineasta formado en la cátedra de Aleksandr Dovzhenko de la Escuela de Cine de Moscú también estudió música en el Conservatorio de Tiflis, así como diseño gráfico y matemáticas en la universidad de la capital rusa. Culminó su primer largometraje en 1961, pero pudo estrenarlo una década después ya que autoridades de la Unión Soviética no permitieron la distribución. Tras el estreno de Pastorela en 1975, el cineasta debió emigrar a Francia ya que los mandos soviéticos prohibieron que continuara filmando. Allí produjo una de las películas más representativas de su estilo: Los favoritos de la luna, que obtuvo el premio especial de jurado del Festival de Venecia en 1984. Además del reconocimiento en Italia, el realizador recibió el Oso de plata en el Festival de Cine de Berlín de 2002 por Mañana de lunes.
Su primer filme francés¸ Los favoritos de la luna, luce como un conjunto de viñetas entrecruzadas en las que objetos y lugares crean un discurso muchas veces más relevante que el de los personajes y los diálogos. Antes que una narración, es un tejido de instantes y cosas. Una colección de microrelatos potenciales (no necesariamente completos), colocados como cruce de caminos, con colores en alto contraste que recuerdan registros pictóricos renacentistas o con insertos en blanco y negro que evocan los orígenes del cine y revela uno de los recursos preferidos del artista georgiano: los planos extensos sin diálogos, pero sonorizados con moderación con el propósito de crear disonancias rítmicas en su mímica de cine silente. Aspecto de temporal donde cada viñeta es una elipsis como en ese plano único donde una pareja de otro siglo dialoga en un sillón y, de pronto, la cámara avanza hacia un tapiz repentinamente coloreado mientras brama una batalla militar en off y entra a la imagen un caballo blanco. Síntesis temporal sobre escenas sin cortes donde espacio y audición crean ambientes de épocas distantes.
Michel Ciment afirma que el trabajo de Otar Iosseliani es cercano al de la Nueva Ola Checoslovaca, pero que presenta un “realismo contrapunteado con un mayor tratamiento formal particularmente en el uso del sonido y del espacio fuera de campo”. Desde su primer largometraje, todas sus películas ofrecen motivos musicales como instrumentos, intérpretes, aprendices o cantos y solfeos que provienen de lugares nunca visibles. Sólo que este universo auditivo trasciende las sonoridades hasta convertirlas en atmósferas (Los favoritos de la luna) o en entidades que actúan sobre los personajes (Pastorela) o sobre inmuebles urbanos que llegan a constituir verdaderos personajes y que crean una sensación irreal, pero equilibrada, de movimiento. Y es que la cámara en este cine es un ser inquieto que cierra o abre planos con serenidad y que gira sobre su eje revelando personajes, texturas, collages o gestos en ambientes realistas (la sala de conciertos de Había una vez un mirlo cantor, 1970) o surreales (las calles y edificaciones en Abril).
En la secuencia inicial de la película con que culminó sus estudios (Abril), y la revista Arsenal Cinema (www.arsenal-berlin.de) vio como un homenaje a Jacques Tati, las fuentes de la música aparecen en escena a partir del momento en que un violonchelista interpreta una pieza desde una azotea casi irreal. La melodía parece despertar a los trabajadores del pueblo que salen de sus casas para andar en la misma dirección. En otro plano de eminente fantasía, un conjunto de candados aparece poco a poco en la puerta de un hogar matrimonial precedido por un sonido de tablas que parecen ser las voces de esos cerrojos. Composiciones musicales o meros ruidos, como voces que rodean la apariencia de cada plano, siempre están presentes en un cine que es más forma lírica que preocupación temática, pero que parte de ideas visuales sencillas como “vanidad de vanidades” y que pondera la gestualidad y el ritmo de los personajes, los objetos y los lugares al ejercer funciones plásticas en la corporeidad visual o sonora de la imagen.
El de Iosseliani es cine de poesía; pero nunca una visualidad solemne ni despreocupada. A decir del realizador, “se trata siempre de cuestiones que son serias para mí, pero no tan serias como para no poder hacer una historia con ellas, como para no poder bromear; al bromear se puede tocar el tema sin ser tedioso” (Ernesto Babino, Kinetoscopio, septiembre 2009). Si su estética acude a la digresión, la fragmentación y la lírica, su temática acusa una preocupación humanística: la pérdida de los sentimientos. En Hojarasca, un joven enólogo rechaza aprobar un lote de vino y el administrador de la empresa lo reprime. Al tiempo que su mejor amigo intenta enamorar a la misma muchacha en la que él está interesado, el trabajador más veterano decide aconsejarlo: “No es una época en la que la gente tenga principios”, dice. Una noche posterior, el muchacho será víctima de los juegos de Marina y terminará en una riña callejera. Marcado literalmente por tal absurdo (llegará a casa con el ojo moreteado), vaga por calles ensombrecidas con perspectivas alargadas y vacías que fungen como indicios de un espíritu transformado que dejará atrás un idealismo ingenuo para abrazar una rebeldía consciente. Entonces sostendrá su negativa a dar el visto bueno al cargamento de vino “imbebible” con un acto temerario.
"Todo lo que sucede en mis películas tiene que ver con la debilidad humana por poseer" (Arsenal Cinema), dijo alguna vez el artista, gestos de cuadro de Modigliani, que parece nunca separarse de su boina, de su bigote sencillo y de los dos arcos firmes que dibujan sus cejas redondeadas en esa cara larga y afable que aparece en la secuencia italiana de su Mañana de lunes. “Simplemente remarco que el hombre no va a encontrar la alegría fuera, más allá de su periplo cotidiano, aquí o a mil kilómetros siempre será lo mismo, porque somos viajeros a ninguna parte” igual que ese obrero enajenado por tedio que un día no entra a la fábrica para abordar un tren hacia Italia. El propio cineasta, en los tiempos de la prohibición de su cine, debió ser pescador, marinero y empleado de fábrica. Y a pesar de este exilio, durante la presentación de Jardines en otoño en el Festival de Cine de Sevilla en 2006, declaró que la censura más terrible es la que viene del público (El País, noviembre 10).
Ventanas como vidas enteras. Ventanas coreográficas que abren y cierran, o que miran pasar personas en conflicto o soledad. Ventanas que escupen muebles o que los tragan. Ventanas que semejan auténticos oleos donde una anciana instruye a su nieto en el piano. Ventanas como luces que se encienden o se apagan; como marcos donde el tiempo pasa con sonidos de aviones y de trenes, con sombras danzantes o ecos. La idea de la ventana como fractal que evoca la totalidad de una vida o de un instante. Tercos relojes ti-tac. Despertadores estridentes. Traviesos pianos en el fondo. Trenes, fábricas, autobuses y calles. Gente que camina y que fuma y que medita en planos medianamente cerrados donde la cámara observa el tránsito de esos viajeros sin destino para un lado y para el otro. Júbilos repentinos de bandas musicales. Paisajes silvestres con fondos industriales. Poesía sincera para una mímica de lo cotidiano. Otar Iosseliani ha brindado un cine con una visualidad sencilla que pondera la plástica de la imagen al crear conjuntos expresivos como el prólogo documental de Hojarasca cuando la cámara, sin prisa, muestra los recipientes y botellas de vino de una comida campirana, un caballo que pasta y una capilla lejana para situarnos en un presente con personalidad de tiempos remotos.
10.02.14