por Rodrigo Martínez
Sombras y agua. Nubes y ramas invasoras que rasgan cuerpos acuáticos. Ríos de proyecciones espectrales que extienden su ser como deformidades al paso de una barca. La comunión del cielo y del lago. Los niños a contraluz como seres de negrura. El niño que recorre el ramaje buscando, para que busquemos, un enigma que quizás no encontrará. A veces, los recuerdos son como los reflejos inestables de las cosas en el agua. Sombras nada más de eso que reside en la memoria como trozos.
El cuarto mediometraje documental de Yuri Ancarani, Recuerdos para los modernos, principia con un prólogo poético cuyo leitmotiv es el vínculo entre el agua y el cielo. En casi todos los planos de entrada, la mezcla de ambos elementos crea visualidades penetradas por el exterior que definen un tópico universal: el recuerdo como una visión deforme, semejante a los pliegues del agua que juegan a ser espejos, de un entorno que cambia todo el tiempo.
A partir de esta base lírica, el realizador explora las facultades de la memoria al desdoblar la función ensayística de la imagen y transformarla en documento en una segunda fase de la serie de catorce videos que la componen. Desde la exploración del mundo lacustre, las viñetas evidencian las huellas de la cultura en el ecosistema. Condones, papel, fronteras con formas urbanas y plataformas petrolíferas ocupan el dorso marino anticipando un giro visual que muestra la mutación de la Emilia Romaña italiana. Con la entrada de un paisaje industrial en blanco y negro, la película torna a visiones temáticas de oficios, testimonios, pasatiempos y personas.
Cine de poesía a la vez que ensayo, Recuerdos para los modernos es la extrañeza en la diversidad. Su idea visual de entrada crea impresiones poéticas donde la metáfora agua-cielo impone un sentido al resto del filme. Si bien los videos líricos tienen una forma demasiado contrastada con los planos documentales, cada viñeta contribuye a la impresión de un vitral carente de patrones. Ancarani a veces filma en directo. Muestra una playa en toma duradera con mirada objetiva. A ratos, el punto de vista se transforma en interpelación (el vendedor del mantra-naranjas/mandarinas que habla a la cámara) o en entrevista finamente puntuada por una lámpara que enciende y que apaga, o un recuento de testimonios infantiles. Incluso, hay un segmento configurado como videoclip que monta el baile callejero de una prostituta de Rávena que estimula a un tráiler con ritmo sonorizado. Cada viñeta es el fractal de un recuerdo y la suma es un fresco de un territorio que el propio cineasta nombraría, según las fichas del Festival de Cine de Roma (2013), como pequeño y marginalizado.
Montada alguna vez como performances en la galería italiana Zero, los trece videos de Recuerdos para los modernos fueron filmados casi durante una década (2000 a 2009) y evidencian cierta inconexión. A pesar de ello, la solidez lírica de su prólogo crea una atmósfera que no desparece con sus variaciones estilísticas toda vez que cada plano consigue un efecto de extrañamiento, aun cuando no funge como metáfora. En el apartado titulado “In god we trust” sólo miramos a una comunidad de color que arroja dólares americanos (todos con denominación de una unidad) al suelo mientra danza con trajes regionales una música que no escuchamos, pues la viñeta está deliberadamente montada con una pista heterodiegética. En otro momento, un salvavidas entrará al plano de una costa donde hay una bandera roja y hará una honra con su puño derecho. Y será así como este ensayo poético sobre los recuerdos tornará, él mismo, en una razón para memorar sucesos extraordinarios en minucias cotidianas. Como el mar que aparece al final para reafirmar la metáfora inicial de esas sombras que acompañan a las personas todo el tiempo. Trozos nada más porque los recuerdos, de nuevo, son como los reflejos inestables de las cosas en el agua.
04.03.14