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Había una vez un pájaro cantor

El movimiento

por Amado Cabrales

 

Había una vez un pájaro cantor (Iko shashvi mgalobeli, 1971), segunda obra del director georgiano Otar Losseliani –realizada en la entonces URSS– narra 36 horas en la vida de Gia, un carismático y omnipresente timbalero que lo mismo llega tarde, o de último minuto, a ejecutar su parte en la orquesta, como a cualquier evento o circunstancia que se le presente de improvisto en su constante trajinar hacia ninguna parte.

La ciudad es un constante movimiento, un fluir semejante al cauce ininterrumpido del río. El ruido de ambos se confunde en la distancia. Las primeras escenas de Había una vez un pájaro cantor son claras al respecto.  Se inicia con el tráfico de los automóviles para pasar a una cascada, enseguida a la naturaleza y al único momento en que el protagonista no está corriendo, sino en cambio, escribe. La secuencia cierra con un plano general de la ciudad del bullicio en su apogeo. Otar losselani establece de principio esta diferencia de tiempos; uno pausado y ligero que permite la escritura, la introspección, y uno dinámico intempestivo y arrebatado, del cual Gia, el protagonista, no saldrá hasta el final del filme.

Gia se abandona a una suerte de orquestación de la ciudad, se presenta de imprevisto en todas partes como eslabón de encuentros y desencuentros, se entrega a los demás sin darse un tiempo para sí mismo. Sin un silencio lo suficientemente prolongado para escuchar la tonada melancólica que le acompaña. Gia es un flaneur un ser que vive para la ciudad, para el exterior, pues teme su interior; un voyerista que mira con un telescopio su siguiente encuentro, mira dese la distancia que le otorga su presencia efímera, llega para inmediatamente empezar a irse. Detenerse le es imposible, la balada del dolor retumbaría por siempre si se dejase de mover. Incluso en su propio hogar, se encuentra acompañado, ya sea su madre quien le procura, ya sean los invitados que vienen desde Rusia y no ha podido atender.

¿Qué le causa este movimiento ininterrumpido, esta suerte de perpetuum mobile de sus pasos? Quizá la respuesta se encuentre en la voz femenina al otro lado del teléfono, a la que Gia marca en dos ocasiones pero no le habla, a pesar de que su interlocutor sabe bien que ese silencio en la línea le pertenece a Gia. Pero éste que en apariencia es un amor perdido, puede ser causa de su desventura o simplemente otra consecuencia de su imposibilidad de permanecer en un solo lugar, en una sola circunstancia, éste no poder retornar a ese tiempo pausado al silencio suficiente para su melodía interna.

Puerta tras puerta el protagonista trata de adelantarse a sí mismo para ver, de una vez por todas, si él ya no se encuentra ahí. Este pájaro cantor se ha quedado ensordecido por el ruido, es víctima de esta fascinación por el movimiento urbano, trata ser el acento en cada espacio, en cada encuentro, lo dinamiza lo acelera. Pero su canto, su propia melodía, no se escucha ni se exhibe a los demás, no les da el tiempo para eso, a cambio deja fragmentos de sí, pequeños gestos de ayuda, una cita médica por aquí, un gancho para el sombrero por allá, catalizador de encuentros de miradas, nada que le beneficie del todo, nada que le exija su total atención ni su total pertenencia.

 

El tempo

por Iranyela López Valdez

 

La vida está dividida en dos tiempos. Un tiempo mecánico y un tiempo corporal. El primero es tan rígido y metálico como un pesado péndulo de hierro que va y vuelve, va y vuelve, va y vuelve[1]. El segundo gira y se ondula como las vibraciones de una nota. El primero es inflexible y predeterminado. En el segundo se navega atendiendo la cadencia de los sueños.

Gia vive el tiempo mecánico, el que es como la rutina y nunca se modifica. El tiempo corporal es el ritmo de sus deseos que solo vive en los breves silencios a destiempo de una síncopa[2] rutinaria. Esquiva, mira, esquiva, en los ojos forte piano (fuerte y débil) de bellas mujeres que encuentra a su paso; en los accidentes que azotan su camino, fortississimo (más fuerte). Gia es un pájaro cantor que armoniza y se desliza entre el pillar de los cláxones y el crescendo estruendoso del tráfico.  Su sonido, es un nivel en el barómetro casi fijo del compás cotidiano. 

Durante el día el círculo de amigos que va encontrando a su paso marcan las horas. Es el tintinear de un timbal, en su mente, que debe sonar en el tiempo justo con la orquesta del Teatro de la Ópera de Tbilisi.  Esto marca  simbólicamente el tic-tac de un reloj que le recuerda el momento objetivo del que pende el día. En el silencio de la noche se enreda entre sábanas, arrastrando consigo el pensamiento.  Mientras cierra los ojos, el delirio de una vida por delante se conjuga con el eco de una recobrada contramarea interna del tiempo, a medida que transcurre.

La partitura que sirve de guionista, es música de la realidad que se funde con el filme.  Amalga con los ruidos, las palabras, el deambular del deber y los pendientes. La cámara como un ritmo a contra flujo le persigue, y la imagen se carga de sombras y claridades que despiertan o avivan la presencia.

La mirada humana, en su desciframiento perceptivo de la realidad, está siempre móvil. En la película veremos que Gia tiene tres instantes, tres asomos escópicos[3] que irrumpen la movilidad multifocal –operadora de la cámara (en la película)– de ver  claramente diferentes profundidades.

Gia a momentos inmoviliza lo imperceptible y observa con un ojo mecánico –lente–  micro fragmentos sociales adheridos a lo real, percepción de algo que no comprende, que lo excede pero que gusta de observar. Microcosmos de una calle,  organismos unicelulares (bacterias que representan la inmensa mayoría de los seres vivos que pueblan actualmente la Tierra) y el agujero de un telescopio con el que observa las microincrustaciones a su casa con la visita de un par de rusos.

Una energía similar a la que brilla en el acto de lectura de un poema: una parte de su gran fuerza radica en la simultánea –o más exactamente oscilante percepción de que algo en él se comprende pero también de que hay en él algo que se escapa a la comprensión, hay algo que la excede.[4]

El hombre es mudo, es la imagen y la música en película las que hablan.


[1] Alan Lightman, Sueños de Einstein, España, Tusquets Editores, 1994

[2] Estrategia compositiva destinada a romper la regularidad del ritmo.

[3] Centrada en la mirada, relacionada primordialmente a lo imaginario, la pulsión escópica se configura a partir del estadio del espejo, cuando el sujeto posee la capacidad de percibir imágenes –y sobre todo– percibirse a "sí mismo" como una unidad.

[4] José Luis Brea. Cambio de régimen escópico: Del inconsciente óptico a la e-image 3-4

 

08.03.14

Amado Cabrales


@Amado4
Artista plástico, cinéfilo y estudioso del cine autodidacta, amante de toda expresión libre y consiente de la fuerza de la imagen, interesado en las formas y significados que encierra el uso de la información y el ocio.....ver perfil
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