En esta ocasión recordamos uno de los filmes más contundentes sobre el Holocausto judío. Una lectura hecha a partir de las posibilidades sanatorias del arte.
por Samuel Rodríguez.
Un hombre se esconde en una casa abandonada. El mundo se le ha venido encima, es la guerra. El horror de la devastación puebla el instante, no hay de donde sostenerse. La tragedia es total, la caída de toda una civilización parece resumirse en ese hombre espectral. Esta solo frente a la desolación, no le queda nada.
En ese momento descubre que en la casa que habita hay un piano. En medio de la densa oscuridad y de la irremediable destrucción, un hilo de luz musical parece ser la única salida.
El lector habrá ya intuido que hablo del film El pianista (The pianist, Roman Polanski, 2002). Como otros protagonistas de Polanski, el pianista ha experimentado en carne propia la caída de todo un sistema de valores ante la violenta aparición de la maldad en toda su furia. Ahora que la devastación es total, el hombre se debate entre la vida y la muerte; está confundido y asustado, a expensas de lo errático de la situación y sobreviviendo precariamente en medio de un laberinto de terror.
Polanski ha dado en el blanco, esta es la historia del hombre durante gran parte del siglo XX. El pianista es la historia de un hombre en fuga que logró escapar de la catástrofe, su talento es lo que acaba por afirmarlo en la vida; su talento y su amor por la música.
No es excesivo lo que plantea el director; el arte nos afirma en la existencia, es capaz de vencer los demonios del ocaso, esos que apuntan a devorar el mundo, y que acaso ya lo han hecho. El film lleva en su vientre un mensaje invaluable: el arte nos salva, nos arrebata de la muerte, tiene el poder de lanzarnos nuevamente a vivir. Es verdad que la muerte asecha, pero asecha rodeada de vida; el arte lo descubre y entrega su mensaje liberador en medio de una atmosfera convulsa y miserable. La violencia de la caída de los valores cierra el mundo de una manera espeluznante; el arte, con su magnífica fuerza vital, vuelve a abrirlo para nosotros. No solo contiene el embate de la destrucción, sino que nos da la posibilidad de repoblar de sueños nuestro espacio más intimo.
En una de las escenas mejor logradas en la historia reciente del cine, el pianista debe enfrentarse a su captor; el momento se revela como lúgubre, la muerte respira sobre ambos, el piano aguarda en las sombras. El captor, un oficial nazi, lo insta a tocar el piano. En ese momento caen en cuenta que ambos son sombras de lo que fueron. La escena es limpia y decadente a un tiempo. El pianista se dispone a tocar, un haz de luz ilumina la tristeza. En medio de la caída del mundo, la música se rebela contra la destrucción, los espíritus se elevan sobre sus circunstancias, el pianista deja de ser un perseguido, el oficial deja de ser un verdugo. La música los ha regresado a su origen, son solo hombres frente al instante, desprovistos de la muerte gracias al poder del arte que los hermana en ese instante privilegiado.
El arte los ha salvado de ellos mismos. La moral, la religión, el estado, la ley, la cultura fracasan en lo que el arte triunfa. El arte, en tanto acto de crear, tiene el poder de reabrir el mundo y entregárselo a quien tiene el valor de entrar en su órbita. Polanski lo sabe, y nos transmite este mensaje con una fuerza visual digna de un artista extraordinario.
El final de la escena parece lanzarnos un reto ineludible: el mundo es tuyo, tómalo; a pesar de sus desgracias tienes contigo el poder incombustible del arte, que es el poder de la creación, nuestro único aliado en medio de la gran devastación.
10.07.14