por Josefina Gámez Rodríguez
Hoy, que no se ve llegar un respiro en medio oriente por más buenas intenciones (que no las tiene) tenga la ONU y todos aquellos cuya voz quieren hacer escuchar en la resolución de un conflicto infinito, traemos del recuerdo, de las arcas de la devedoteca, una entrañable película israelí de 2007 que seguramente muchos gozan todavía: La visita de la banda (Bikur Ha-Tizmoret), exitosa y premiadísima ópera prima de Eran Kolirin, una benigna fábula sobre la representación de los días de rugosa paz actual entre árabes y hebreos, eternos hermanos enconadamente peleados.
La premisa, sencillísima como los emplazamientos de cámara y la elección de la gama de colores: una banda musical de la policía egipcia es convocada por el gobierno de Israel para inaugurar un centro cultural árabe en medio de una pequeña ciudad cercana a Tel-Aviv, con su alucinante música de cuartos de tono, pero se extravía estoicamente en el laberinto de la lengua hebrea hasta quedar varada en una fantasmal y aislada localidad judía (que ¿hostilmente, ingenuamente? adorna las paredes del único restaurantito en kilómetros a la redonda con fotografías de la Guerra de los Seis Días, en 1967), donde tendrá que pasar la noche antes de que su embajada se acuerde de ellos.
Esa jornada de permanencia obligada de los músicos basta y sobra para que el espectador entienda que ambos pueblos bíblicos por un lado aún viven una tensa convivencia, y por otro que todo lo que se necesita es humor para sobrevivir en medio de los jaloneos culturales. A partir de su malentendido (llegar a una ciudad perdida y no a otra), se van entretejiendo una serie de melancólicos recuadros de la noche israelita que desnudan la cultura hebrea, que se ha despojado de todo ya (aparentemente y en nombre de su lugar en el mundo) y dignifican un poco al amigo egipcio (que sigue siendo una vaga idea sentimental en la mente del realizador: "Mi vida es una película árabe").
Acertadamente, el realizador elige seguir un camino santificado ya para su comedia de pacificación: en el desarrollo de su pieza combina las máximas del minimalismo del mejor Aki Kaurismäki (Sombras en el paraíso, 1986; Ariel, 1988) con el complejo humor contenido de Jaques Tati (Playtime, 1967), logrando secuencias milagrosas, como la de la pista de patinaje, donde el juego de parejas florece con un gran número antiCyrano de Bergerac hilarante (“anti” porque aquí el guapísimo Haled (Saleh Bakri), jovenazo egipcio que va rompiendo caña, es el que adiestra al horrendo y mínimo Papi (Shlomi Avraham), pedazo de inmunda e inútil carnaza judía).
Obviamente, la música que es y la que no llega guía el espíritu de este filme, un motivo genial que lustra este dicho es el preludio inconcluso (¡!) del clarinetista. No es sino hasta que todo estalla (la pasión transcultural en la cama; las confesiones de vidas deterioradas y dolorosas, para nada ideales) que ese gran eje se introduce con un plano secuencia hermoso, que va de un ténue dolly in a un ajuste de encuadre clásico con la constante profundidad de campo de toda la película, que revela un sentido canto en medio de un amanecer profundo, una escenita de ensueño donde todo humor se desvanece ya, abriendo paso a su majestad el microtonalismo de unos personajes, los egipcios, que todo el tiempo están más allá de lo evidente. La banda llega a su destino, lo cumple y además toca el corazón de los que gustan de imaginar paisajes de parques imposibles y conciertos de orquestas invisibles.
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06.08.14