III de V
por Jorge Ayala Blanco
Orson Welles y los espejismos de la edad. Su ávido detrioro personal simulaba no cumplir años de edad sino grados Richter. Rosebud, una simple palabra, el hilo inicial de una encuesta, no explica nada, o muy poco, apenas señala un camino posible hacia la esencia. Tycoon imbatible de la prensa estadounidense, figura omnipotente de la opinión pública, Kane buscaba nostálgicamente la restitución de su infancia cercenada, su paraíso nevado y extraviado dentro de una bola de cristal. Las desproporciones de la explicación resultan atroces. El juego bajo resguardo del niño Kane, simbolizado por el trineo infantil en las llamas del valhalla de Xanadú, fue interrumpido arteramente y como sucedáneo y venganza. Desde entonces, ese juego tomó diferentes formas, se volvió tiránica razón de ser. Se continuaría en la fabricación de pruebas delictivas en Sombras del mal, en laberinto de las culpas interconectadas de El proceso y atropellos contra la libertad erótica de los amantes que llegan al puerto de Historia inmortal. A partir de esa ruptura primigenia, traducida a fidelidad de los valores infantiles (o sea, al imperio de papel, a la crueldad, a la no distinción entre el yo y el universo entero), empiezan a proliferar los abismos sociales: la violenta desmitificación del capitalismo que se une a su más desenfrenada exlatación de imposibilidades, el retrato de Dorian Gray de una desquiciada sociedad de consumo en estado naciente, la diatriba contra el poder de la prensa por encima de las masas, la aniquilación de la belleza del relato clásico, el homenaje angustioso al progreso argumenatl a saltos y desvíos. Fuero interno de los arrebatos de un adolescente perpetuo.
Demasiado seguro de sí mismo, magalomaniaco irrefutable, sintiéndose autorizado por su talento evidente a hacer y deshacer en la realidad de la ficción y en la ficción de la realidad, Welles estaba filmando en verdad la mentirosa apariencia de un falso gran personaje, lo despojaba de sus engañosos ropajes opulentos, lo refundía en un castillo inhabitable como en un mausoleo edificado a su gloria inadmisible, y luego declaraba a grandes voces que el rey estaba desnudo. Por el puro gusto de hacerlo, demolición autosatisfecha, satisfacción autodemoledora, al final de la impostura consentida. Kane era un alter ego desesperado, un solitario que no toleraba necesitar y depender de la mirada de los demás, pero que como inoculado rey Midas yanqui tornaba en oro excremencial todo lo que tocaba, en utilidad individual sin objeto. Le dolía menos la derrota política en su aventura electoral, que la aullante declaración de verse arrebatado el cariño de los votantes. Como la rata temida y cercada de competidores arruinados de Historia inmortal, su tragedia consiste en admitir que existe la conciencia de los demás.
Aquí la entrega II de V.
27.04.15