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Las olimpiadas de Tokio

por Gustavo Ramírez Carrasco

 

Kon Ichikawa ya era un cineasta bien reconocido en Japón cuando recibió el encargo de filmar Las olimpiadas de Tokio (Tôkyô orinpikku, 1965). La belleza de éste, su primer documental después de una trayectoria de más de 40 largometrajes de ficción, es sencillamente estremecedora. La encomienda no era cualquiera, incluso para un cineasta que había sido capaz de crear dos de las películas más célebres de la historia del cine japonés, El arpa de Birmania (Biruma no tategoto, 1956) y Fuego en la llanura (Nobi, 1959). Se trataba de crear un filme que rivalizara con el portentoso documental que la cineasta Leni Riefenstahl había hecho sobre las olimpiadas de 1936 en Berlín, cuando el poderío de la Alemania nazi, ya consolidado en el panorama internacional, comenzaba a preocupar a los principales países de Europa.

Si la Olimpia (Olympia, Fest der Voelker, 1938) de Riefenstahl representó un retrato excedido en solemnidad sobre los juegos olímpicos de Berlín (tal vez por su carácter en el fondo propagandístico), el filme de Ichikawa rebasa en mucho los propósitos oficiales de mostrar un Japón moderno y multicultural. Más allá de los estadios remodelados, la organización obsesiva, o incluso las hazañas deportivas, Las olimpiadas de Tokio es un tour a través de las emociones de atletas y espectadores; un viaje donde la sudoración, la alegría, la frustración y hasta el fervor nacionalista –en plena Guerra Fría– son materia de un ensayo audiovisual sobre la naturaleza humana.

La imagen de un sol que emerge lentamente de la oscuridad granulada, abre el documental; después el retrato aparatoso de las máquinas que demuelen edificios viejos de donde surgirán nuevos complejos deportivos. Las tomas aéreas del Estadio Olímpico de Tokio, repleto de gente antes de la ceremonia inaugural, se convierten en miradas y gestos particulares, porque en la película de Ichikawa la monumentalidad de los planos abiertos pronto transita a la intimidad de detalles normalmente desapercibidos por el reportaje televisivo o el cine tradicional: las manos inquietas y sudorosas de los atletas a punto de competir; la discreta musculatura de un grupo de velocistas que apoyan los dedos sobre el tartán de la pista; las papadas de los aristócratas cincuentones que miran con binoculares las pruebas de lanzamiento de bala desde las tribunas bajas.

Aunque en Las olimpiadas de Tokio resplandecen las figuras de atletas como el legendario etíope Adebe Bikila, ganador de la maratón olímpica en dos ocasiones y a quien Ichikawa sigue por la recta final ­­–en la que tal vez sea la secuencia más célebre de la película–, el mayor énfasis se encuentra sobre el deportista anónimo: aquel quien, aplastado contra la magnitud de los espectadores que lo observan desde la lejanía de las tribunas, a miles de kilómetros de su país o de cualquier medalla olímpica, inicia una carrera en la soledad iluminada de la pista. O el atleta de Chad o Hungría que después de haber quedado rezagado en los 400 metros planos, regresa solo al comedor donde se aísla en una mesa para comerse un pedazo de carne con arroz y tomarse una Cocacola.

 

04.08.15

Mr. FILME


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