por Brianda Pineda
Tratando de ver a dios en la tierra de nadie
Las Playas de Fuego, Bárbara Délano
Todo es sobre la tierra
embriaguez luminosa,
legislación de lluvias y de abejas
y reino donde nada conocerá la muerte
Margarita Michelena
You’ll simply never understand
the true nature of sacrifice
May Morrison, The Wicker Man
Decía el robusto, literal e intelectualmente, Carl Marx que la religión es el opio del pueblo, y si bien hallamos, al leer la frase, una certeza traída a cuenta en los albores de una era industrial –que, por qué no decirlo, hoy aparece opacada por la hipertecnología y una decadencia laboral y social que representa a cabalidad el imperio de la pesadilla que alguna vez soñó y quiso evitar el pensador alemán de origen judío–, habrá que recordar que las fumarolas del fervor religioso atraviesan el puente nocturno de la historia desde hace muchos calendarios extraviados. La manifestación colectiva de un deseo a través de la concreción del rito ha dado pie a la existencia de numerosas mitologías.
A manera de definición, en su libro-amuleto El arco y la lira, Octavio Paz nos dice que la mitología es la historia de las imágenes de un pueblo. Acostumbrados, no sin el desdén característico de los hombres sin fe –y aquí es posible aquel que convierte una idea en retrato, evocando a El Conformista (1970, Bernardo Bertolucci)–, a las imágenes impuestas por el cristianismo, poco sabemos de otros misterios, sin embargo el cinematógrafo es un espacio para desafiar la comodidad sistémica y viajar a través del tiempo. Sí, el viaje es el traje que mejor le queda a la ficción. prueba de ello es el filme británico de culto El hombre de mimbre (The Wicker Man, 1973) de Robin Hardy, que narra la historia de un sargento de policía (Edward Woodward), enviado a una isla en las Hébridas para investigar la desaparición de una adolescente. En la isla y su atmósfera fascinante las cosas se pondrán color de hormiga cuando el oficial de Scotland Yard –moralista y siervo católico, casto a los cuarenta– descubra por medio de la aparente amnesia de los lugareños, cuando se trata de hablar de la muchacha, que ahí hay gato encerrado.
En su despistado complejo de héroe e intentar rescatar a la desaparecida a como dé lugar, o por lo menos darle cristiana sepultura, después de descubrir las costumbres radicales y paganas del sitio, y tras sospechar del maquiavélico plan ritual (ofrecerla durante la fiesta del 1° de mayo como sacrificio), el protagonista ignorará cómo va dirigiéndose hacia un destino de mártir pues como buen ocultista, el asombro nos revela que la realidad, instaurada dentro de la ficción, siempre es otra.
La adaptación libre de la novela Ritual (David Pinner, 1967) realizada por Anthony Schaffer, provoca una película interesante por mostrar el choque entre dos religiones: Cristianismo vs. Neopaganismo. A pesar de ser guiados casi todo el largometraje a través de la perspectiva escandalizada del sargento, la sorpresa no escapa a nuestras pupilas al penetrar nebulosamente en este misticismo erigido por el pensamiento mágico religioso.
Una isla atrapada en el tiempo recrea uno de los rituales Druidas Celtas y a la cabeza del siniestro está el mismísimo Christopher “Conde Drácula” Lee (Saruman para los seguidores de El señor de los anillos), quien confesó –acaso por sus greñas insólitas y perfil de mago oscuro– ver en esta película una de sus mejores actuaciones a pesar (o como una razón más) de no haber cobrado por su participación: parte del rito consiste en la creación de una jaula antropomórfica de mimbre como escenario y prisión de los hombres elegidos para el sacrificio, jaula donde arderían gracias al fuego, como símbolo de renovación y buen augurio a las cosechas que estaban por venir.
Las huellas del sistema religioso representado en El hombre de mimbre aparecerían cada vez más difusas, fantasmas asustando a los fantasmas que hoy somos y acaso negamos, si no fuera por Plinio “el viejo” o incluso por Julio César, que en su Commentarii de Bello Gallico, libro VI, 59-51 A.C., respecto a los Druidas asegura que El principal punto de su doctrina es que el alma no muere y que luego de la muerte pasa de un cuerpo a otro. Más tarde en La Guerra de las Galias narra, también, cómo los celtas forman de mimbres entretejidos ídolos colosales, cuyos huecos llenan de hombres vivos, y pegando fuego a los mimbres rodeados ellos de las llamas rinden el alma.
Como adaptación de otra época, la película destaca en su escenografía, los círculos druidas y paisajes enrarecidos por un aura mística de la que también goza la música de fondo. Visualmente es una joya cinematográfica. Es innegable, por otro lado, el toque kitsch ilustrado en las máscaras y disfraces del ritual, a pesar del efecto encantador que éstos provocan, los cánticos y sus letras transportándonos a un culto falocentrista aparece ridículo por ser representado como una ronda infantil. Aquí viene a cuento la intención de crear un filme de terror, poco lograda a mi parecer, pues los mecanismos de la trama responden a géneros distintos, aunque un susto sí nos llevamos con el humor peculiar y con cierto delirio que ostenta.
Con un final imperdible, acercándonos al fatal estremecimiento de un arca de Noé cuyo enemigo no es de agua sino, mudando de elemento, hecho de fuego, The Wicker Man deslumbra con la llegada de un alba esperanzadora en su pacto con el horror, en la revelación del sacrificio como un puente entre Dios y el hombre, como una cita a ciegas donde éste reconoce su deseo antiquísimo de no querer morir nunca.
28.09.15
Xalapa, 1991. Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana. Ganadora en dos ocasiones del Premio Nacional al Estudiante Universitario Carlos Fuentes. Ha publicado reseñas y artÃculos en La Palabra y el Hombre y reseÃ....ver perfil