por Paola Parra
Desde inicios de su adolescencia llevaba a cabo la ceremonia de ver películas en soledad. Devoraba filmes con el único propósito de mantenerse fuera del esquema de lo cotidiano, ese al cual todos sus allegados pertenecían. Le funcionaba aprenderse de la historias que veía para evitar, en la medida de sus posibilidades, generar mayor aversión a su entorno. Cuando algún entusiasta solicitaba acompañarle en esa actividad recurrente, ella metía las manos al bolsillo y se sacaba infinidad pretextos, la mayoría de las veces le bastaba con decir "No, gracias" para salir de la incómoda idea de sentir invadida la zona de confort que tanto trabajo le había costado fabricar.
Sucede que la experiencia del Cine va más allá del papel de ermitaño. Ella lo sabía, sabía también que, por más que aplazara el trámite, tarde o temprano terminaría cediendo a la experiencia de compartir butaca. En esta parte de la historia entra Él, quien a diferencia de Ella, veía en el cine una actividad relajada sin mucha fascinación: le daba lo mismo. Probablemente fue esto lo que a ella le resultó más atractivo. Era casi un pacto: ninguno de los dos se atrevería a pasar la línea e involucrarse de más. De modo, que se limitaban a lo corpóreo, al cariño mutuo, como el que se le profesa a la mascota del vecino, con ligereza. Libraban la misma batalla, en el mismo bando, pero cada uno en su trinchera sin intenciones de ganar ninguna guerra. Hasta que llegó Godard.
Por alguna razón, lo suficientemente turbia, terminaron juntos sobre un sillón sintonizando Une femme est une femme (Godard, 1961). Ella quería explicarle cosas: formas, fondos, trasfondos. Él sólo le quería quitar la ropa, embestirla, pero la forma en que le hablaba, la forma en que miraba, discurría y emocionada frente al televisor le mostraban algo de ella que parecía manufacturado en otro planeta. Se dio cuenta de lo mucho que la quería, una desquiciada manera desearla: más que a todas, más que a cualquiera. La besó. Ella de pronto sintió la sutileza inquieta de probar un beso a 24 cuadros por segundo. Lo que llegó después de eso fue un plano secuencia de caricias, de emociones. Ángela, dentro del filme, amenazaba a Émile con irse a México. Fuera de la pantalla ellos se amaban. Ella tenía piel ceñida a los huesos, era delicada, incluso annakarinesca. Sus piernas eras unas cortinas que al abrirse invitaban a un paisaje cálido, era una naranja reventada cuyos jugos se derramaban alcanzando a empaparle la espalda. Aguas aroma durazno, los labios le sabían a metal con nitrato platinado, deliciosos agentes del orgasmo. Condecidles movimientos, el ir y venir de espasmos.
Se encontraban, sin duda, experimentando una anomalía ridícula, pero lo suficientemente encantadora para permitírsela un par de veces más. Y así fue: Pasaron de los besos sabor Nouvelle vague, a los arrumacos neorrealistas, expresionistas, surrealistas. Se mamaron, con amplia literalidad, todos los carretes que se presentaba al tacto mismo que hacía estragos en sus cuerpos. El Cine los salvaba del naufragio, los volcaba de nuevo al riel de amor, resucitaba las esperanzas que al cabo de la convivencia asidua morían por montón. Pero como a toda historia, les llegó claquetazo, el corte y queda. Les faltaba amor, les sobraban películas. Ella de pronto sintió la necesidad de volver a la raíz propia de su espíritu solitario, de su aversión por la simpleza argumentativa en torno a lo que se proyectaba. Hubo alguna intención de salvar aquellas sensaciones, pero lo único que consiguió fue confirmar lo que ella ya se temía: El Final. Porque después del después él seguía sin saber ser buen crítico cinematográfico.
10.02.16