por Elías Razo Hidalgo
El humo del cigarro dibuja su rostro, entrecierra sus ojillos y se ve el gozo que le proporciona el inhalar, retener y exhalar el consumo del tabaco que sube y hasta parece darle forma a su siempre perfecto copetillo engomado.
−Fumo con un hondo pesar desde que entré al Colegio Militar. ¿Qué grado obtuve? No sé, fui un simple cadete que pretendía hacer carrera en la milicia, ¡pero eso no lo debería de vivir, ni de sufrir, nadie!
“Tal vez debía algo y habría que seguir pagando; después del orfanato y el seminario me meten a este otro internado, en donde para sobrevivir hay que evadirse de la realidad, dormir de pie, o caminando, en cuclillas es más cómodo, a todo afirmar en imperativo, y soportar el abusivo trato de los superiores en rango. Vida de gallinero, jerarquía de gallinero y me tocó estar hasta abajo. En el Colegio Militar tomé el gusto por el cigarro, vicio que me condujo al encuentro con mi melancolía.”
Y sigue Juan Rulfo sacando sus recuerdos con el humo perenne que invade su rostro.
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Juan Pérez Rulfo Viscaino, como pondrá en los papeles oficiales a partir de esta fecha, llegará a la ciudad de México a mediados de septiembre de 1935, viene frustrado por no poder revalidar estudios que le permitan iniciar una carrera universitaria en Guadalajara, ocultando su formación religiosa y sólo contando con el certificado de primaria como soporte académico a los 18 años.
Su tío paterno, el coronel David Pérez Rulfo, lo apadrina en su caminar por la milicia, y logra, por medio de una recomendación del subsecretario de Guerra, Manuel Ávila Camacho, del cual era secretario particular, le den cabida en el H. Colegio Militar de San Jacinto, para formar parte de la clase 1936; Juan Rulfo entra al Colegio en octubre de 1935, es un anticipado de su generación, es el nuevo al casi finalizar el ciclo 1935, es el prietito en el arroz, y en este ambiente institucional castrante y violento inicia su muy breve paso militar.
Mirará con nostalgia la pequeña iglesia de la Virgen de la Merced, ubicada frente a la entrada principal del Colegio y comparará mentalmente las disciplinas pero sobre todo el trato desigual entre el Seminario Conciliar de Guadalajara el Colegio Militar en la Ciudad de México, asimismo pensará en las salas cinematográficas del llamado primer circuito de la ciudad, los cines Goya, Teresa, Odeón, Rialto, Rívoli, El Palacio, El Iris, que por la premura con la que su tío David actuó, no pudo acudir a ver alguna proyección en estas salas.
Así transcurre dos semanas, que a Juan Rulfo le habrán parecido eternas hasta que le dejan franco un domingo. Sin pérdida de tiempo solicita el apoyo del coronel Pérez Rulfo para que sea relevado de acudir al Colegio Militar y ser comisionado como su asistente. Su tío consigue el permiso; realizarán una primer gira de trabajo a Sayula, tierra natal de los Pérez Rulfo, en esta gira Juan le hace ver al tío la importancia que tienen las salas cinematográficas y la ausencia de ellas en toda esta región, ya que los vecinos tienen que ir hasta Guadalajara o Zapotlán para conocer y ver cine. Con esto le sembró la inquietud de hacer un buen negocio que tardará aún 10 años en concretar la idea: en 1946 se inaugura en el pueblo la sala Mario Moreno, fiesta de apertura a la que el mismo Cantinflas acudió, acompañado del coronel David Pérez Rulfo y del entonces archivista Juan Rulfo; la sala funcionaría por 20 años.
Los dos últimos meses de 1935 realizan otras giras por el país, situación que le permite al coronel saber que Juan no estaba hecho para la milicia, se lo hace saber y le propone entrar a trabajar a la Oficialía Mayor de la Secretaría de Gobernación. El coronel le arreglará la baja del ejército.
En enero de 1936 Juan Rulfo inicia su carrera burocrática.
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Rulfo piensa y nos dice.
−Quien no conoce la burocracia, no sabe el infierno en el que cae un joven ilusionado y en busca de nuevas formas de querer ser. Las Oficialías Mayores son cuartos llenos de rencores y maledicencias, en donde se espían todos a todos en todo momento, sospechando, ¿qué?, no sé, sospechándose de todo y con una contradictoria y eterna incertidumbre que cualquiera, en cualquier momento puede ascender a futuro jefe, de acuerdo a la capacidad de murmuración con el superior.
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De enero a noviembre de 1936 Juan Rulfo se ve forzado a “disciplinarse” en esa oficina burocrática, en donde no se puede entablar amistad sincera alguna, en donde no hay una verdadera plática. Será un verdadero descanso salir de estas oficinas, huir a las 6 de la tarde para encaminarse desde Bucareli, tal vez atravesando Victoria o irse hasta Avenida Juárez para cruzar la Alameda y acudir el cine Palacio, en 5 de Mayo, o escoger alguna otra sala de la zona para ver funciones de cine norteamericano, alemán, español, inglés, argentino y mexicano, cuando los exhibidores así lo decidan.
Miriam Hopkins y Cedric Hardwicke en Feria de vanidades (Becky Sharp, 1935)
Sacadas de un día de la cartelera cinematográfica en 1936 podemos ver: la española La hermana San Sulpicio (Rey, 1927), la chilena El húsar de la muerte (Sienna, 1925), a todo color Feria de vanidades (Mamoulian y Sherman, 1935), los westerns Oro en la nieve (Carewe, 1930) y Juan Pistolas (Curwood, 1930) y el melodramón de Boytler que le daba la bienvenida en la gran pantalla a Arturo de Córdova Celos (1936), siendo estas dos últimas las únicas mexicanas que se presentaban en el circuito cinematográfico de la ciudad de México.
Entonces la Compañía Mexicana de Películas, que asociaba a los incipientes productores nacionales, solicitaban el apoyo de la autoridades para mantener una competencia más o menos decorosa, pues se veían apabulladas, sobre todo al momento de la proyección por las poderosas industrias cinematográficas norteamericanas, alemanas, inglesas y españolas, que relegaban a las cintas mexicanas a un segundo plano dando exclusividad las salas cinematográficas a cintas extranjeras, con promoción y tiempo suficiente en cartelera.
Situación que ya había prevenido en 1934 el entonces presidente Abelardo Rodríguez, que era a su vez dueño de salas cinematográficas, cuando toma de decisión de expulsar del país a William Jenkins por considerarlo un extranjero pernicioso, que desde entonces, entre otras cosas, estaba promoviendo la instalación de salas de exhibición y que al menos a Abelardo Rodríguez le daba mala espina su actividad en estas esferas. (El gringo Jenkins regresará, en 1936, ayudado por Maximino Ávila Camacho, que lo instalará en Izúcar de Matamoros, Puebla, en donde con un bajo perfil hará sus reales y una fortuna vinculados al azúcar, el contrabando de vino a los EEUU, al comercio de cal, consiguiendo concesiones de minas y la utilización de vías férreas en condiciones óptimas para enriquecerse en poco tiempo, a más que cohesionará, como si realizara una tarea sistemática y de largo alcance, a los jóvenes empresarios de medios de comunicación mexicanos de donde saldrán los futuros monopolizadores de la exhibición cinematográfica).
Retomando la solicitud de los productores nacionales de películas, Lázaro Cárdenas ordena, en 1935, la creación del Departamento de Supervisión de Cinematografía, en donde se establece la obligación a los exhibidores de programar cuando menos una película mexicana al mes, aquí es donde quisiera trabajar Juan Rulfo, ya que esta oficina dependería de la Secretaría de Gobernación, en donde laboraba, pero su desapego a las disciplinas y lealtades burocráticas lo convierten en un sujeto no apto para las confianzas de jefes y superiores, finalmente le dan una reubicación (en noviembre de 1936) y degradándolo de categoría y de sueldo le dan a escoger entre el archivo Demográfico, el de Registro de Extranjeros y el de Migración, que estaban necesitando de un ayudante, en el primero estaba Jorge Ferretis, en el segundo Manuel Gamio y en el tercero Efrén Hernández, Rulfo conocía la actividad cultural de los tres, pero decide aceptar el “castigo” inclinándose por el Archivo de Migración, pues así conocería directamente al autor de “Tachas”.
A los 19 años, Juan Rulfo ya tiene una sólida formación literaria: ha leído y estudiado la filosofía religiosa tomista, conoce el tratamiento y la lectura que hay que hacer del Antiguo y Nuevo Testamento, lo atrapa la obra cervantina y es un enamorado del Quijote, relee a James Joyce, a Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Dick Turpin, Sitting Bull, ha estudiado a los novelistas liberales del siglo xix mexicano, El México a través de los siglos es obra que profundiza, sobre todo en los siglos xvii y xviii, se mete al estudio de la geografía del país, la cual ansía recorrer toda y conoce la obra literaria de Julio Torri, Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Vasconcelos, Alfonso Reyes y la filosofía de Antonio Caso
De música escuchará en su recámara, a través de una grafonola que hereda de su abuela, y que escuchaba desde la casa paterna, óperas y música clásica europea, de discos de acetato herencia familiar que sabe atesorar. La música lo invita a leer, esto le dará el marco teórico para sus escritos que comienza a cocinar.
Ya contando con recursos económicos propios va a poder tener mayor libertad de caminar, escalar y documentar ello con su propia cámara Rolleiflex alemana, que le dará un uso continuo por 30 años. En la excursión y caminatas se hace acompañar inseparablemente de la cámara fotográfica, lo que le dará las imágenes que recreará su literatura futura.
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“Me daba gusto en el cine, veía mucho cine alemán y norteamericano, principalmente, que es lo que se exhibía, o lo que exhibían los dueños de las salas. Del mexicano pude ver en 1936 el estreno de Allá en el rancho grande, con Tito Guízar, de Fernando de Fuentes. También vi a Cantinflas ese año con No te engañes corazón (Contreras Torres, 1937), de tanta falsa altura, pues el cómico estaría muy bien con Medel en El signo de la muerte de don Chano Urueta, pero la que me dejó marcado fue Los de abajo (1939), también de don Chano, sobre todo por dos cosas, primero porque siempre tuve mi referente en Mariano Azuela como eje de escritor, y segundo por los estruendosos arreglos musicales del alocado Silvestre Revueltas (quien también había musicalizado la misteriosa comedia anterior) que tradujo muy bien los sonidos de la Revolución. Me llegaba a gastar entre 60 centavos y 1 peso con 50 centavos por función. Creo que era un dineral”
14.07.17