En líneas generales, conmueve la poca capacidad de sorprendernos que nos queda. Obviamente no estoy descubriendo la pólvora, pero la tiranía de la imagen nos ha vampirizado -a unos más que otros- de tal manera que pocos logran el poder de transformación que toda obra de arte debería suscitar. Por suerte quedan quienes creen que no está escrito todo, pero esa es otra historia.
Lo que hoy me trae por estos derroteros es recordar al seƱor F. W. Murnau. Pensar y escribir sobre los alemanes no es tarea fácil. ĀæCómo poder adentrarse en una tradición que engendró y leyó (Ā”y comprendió!) a Goethe, Kant y Marx, a los herederos de Wagner, Friedrich y Otto Runge? Ellos parecen la única especie capaz de comprender el absoluto. De esta guisa sale unos de los cineastas fundamentales, si intentamos entender la historia del cine (una historia aunque sea mínima, con minúsculas)
Someterse a cualquiera de sus obras es, aún 80 aƱos después, acercarse a lo desconocido. Murnau nunca envejecerá mal o pasará de moda, por una simple la razón, la más simple y aparente de todas: su genialidad no deja de sorprendernos. Como historiador del arte, comprendió el poder de la composición; como estudiante de literatura, lo fundamental del ritmo narrativo y la trascendencia de los detalles y como egresado de filosofía, que en cada historia, patética, injusta o incongruente está, si es que existe, nuestra naturaleza humana. Supo cargar la gran loza del romanticismo como si de una pluma se tratase, y la moral, que no deja de estar presente, se entreteje en un discurso simple que nunca busca aleccionar, sino hacer perceptible su endeble persistencia ante el devenir.
Con todo este bagaje se traslada a California, ciudad que lo acoge después de haber sido cautivada con obras como Fausto (1926). Es recibido con la libertad económica para crear, aparentemente, lo que se le antojase. Sin duda, su primera película americana -y última silente- es el culmen de su carrera: Amanecer (1927).
Amanecer es en sí un símbolo, porque, como las palabras, se va cargando de significados a medida que las generaciones la introducen en su lenguaje. Como fue costumbre en Murnau, la historia no es muy compleja: un hombre de campo casado tiene la posibilidad de escapar a la ciudad con otra mujer, él decide alejarse de los problemas y pasar un día en la ciudad con su esposa, donde descubre el verdadero amor que siente por ella. Pero, como siempre, el diablo está en los detalles y la simplicidad de su trama deviene en una obra completamente poética, con un incipiente simbolismo en los elementos naturales y una calidad técnica que más de uno querría para sí hoy en día.
No hace falta haber vivido en un pueblo y conocer la seducción que causa la rueda infatigable que consume el tiempo en la ciudad para comprender que lo que vive la pareja en la urbe es un sueƱo. No se trata de la simplicidad del sueƱo fruto del reposo físico, ni la excentricidad (muchas veces gratuita) de la lógica del sueƱo psicoanalítico: su propuesta es la sensación placentera que provoca el dejar atrás las ataduras, la razón, lo pragmático. Los protagonistas se entregan al idilio de vivir lo imaginado, aún sin saber que al volver a casa el sueƱo no se disipa, sino por el contrario, se vuelve pesadilla. El binomio ciudad/campo es el microcosmos que encierra oposiciones mucho más profundas como pecado y redención, expectativas y desencanto, modernidad y tradición. El viaje que propone Murnau no es el cambio de escenario que propicia los acontecimientos, sino el proceso de reafirmación en la diferencia: el escapar de lo conocido para confirmar lo exótico de lo cotidiano o si lo queremos, y para sentenciar su idea en una frase, su punto de vista está al otro lado de la afirmación de Dorothy: no hay lugar como fuera del hogar.
Calificar Amanecer como un canto al amor es edulcorar la crueldad. No es casualidad que el autor nos advierta al principio del film que se trata de āun canto de dos seres humanosā. El happy-ending de lo que prometía ser una tragedia únicamente es comprensible en el contexto de su producción. Podemos llamarlo choque cultural para no recurrir a los filosos adjetivos que podrían rodear la necedad de la incomprensión. Murnau apostó fuerte y emprendió la difícil tarea de traducir el romanticismo alemán al público americano. Toda la película es sólo fruto de quien se sabe portador de un mensaje claro, que sólo en la claridad, concisión y contundencia es comprensible y aprehendido.
En esta obra, además, compartió con sus contemporáneos la estética del expresionismo, pero como un recurso deslindado de los escenarios teatrales de la UFA y adaptando espacios al aire libre para crear una pequeƱa aldea. Es en este punto donde funciona tan bien su peculiar idea del romanticismo: la naturaleza es el entorno oscuro, siniestro (en la acepción del término que también manejaría Hitchcock: el deseo de lo inefable) y posee el peso de un expresionismo, que a diferencia de las artes pláticas, se mantiene siempre contenido. La luz cegadora de la ciudad es paradigmática, pues es la luz que sobreexpone y oculta la oscuridad, que lejos de quedar aniquilada, está encerrada en las acciones de los personajes.
Hoy únicamente nos queda lamentar las películas perdidas de, si no el gran autor alemán, el más apegado y renovador de una tradición que, lejos de presentarse como profunda, nos acerca de manera agridulce a nosotros mismos. Como consuelo nos deja 12 piezas indispensables del cine con su firma para disfrutar.
24.07.12