Milos “El Hombre-Masa†Forman
por Praxedis Razo
Ahora que Forman al parecer ha vuelto a su cuna, conocida geopolíticamente hoy como República Checa, a filmar con uno de sus hijos gemelos una pequeña producción (Dobre placená procházka, 2009, que aún no sabemos si reconstruye o rectifica el trabajo que ya había hecho en 1966 el propio Milos), se impone una breve reflexión en torno a su paso por la charca de lodo que fue su experiencia industrial en Estados Unidos.
Dos películas coronan la vidita gringa que se ha dado hasta ahora el cineasta checo, Atrapado sin salida (One flew over the cuckoo’s nest, 1975) y Amadeus (1984 y 2002 en versión extendida), por el taquillazo que significaron y el reconocimiento que le otorgaron a su director. Significativamente esos dos títulos también son elocuentes con respecto a la idea que el propio autor tiene de sí mismo si los viéramos en clave, como aquí propongo.
Apenas cuatro años después de haber inventado la risa donde no la había y en grande con su ¡Al fuego, bomberos! (Horí ma panenko, 1967), Forman ya estaba experimentando las mieles de la abducción a la que era sometido en la añorada “América†con un proyecto medio independiente llamado Taking off (1971). No tardó en llegar su mensaje (su pretensión) con “los grandesâ€, y una pequeña y discretona compañía productora de casi serie B, Fantasy Films (por cierto, la primera en llevar al cine la primera versión de El señor de los anillos en animación en 1978), congal de un empresario bonachón de nombre Saul Zaentz, lo llamó para dirigir un guión al que Kirk y Michael Douglas le tenían mucha fe, la adaptación de una novela basada en un estudio que había hecho Ken Kesey sobre veteranos de guerra encerrados en un hospital psiquiátrico (Cuckoo’s nest, 1962), luego vuelta pieza de teatro para la que Kirk había hecho el emblemático papel de Randalph P. McMurphy.
Milos aceptó ¿inocentemente? el encargo, sin sospechar que esa casi serie B estaba a punto de volverse dos alegorías dramáticas: por un lado del post Easy Rider (Hopper, 1969) y su generación de “atrabancados†a ojos vistas del tumulto waspi –asunto que no nos atañe de todo aquí–, y por otro de su vida misma como el artista inadaptado a su medio (el comunismo checo) que se sentía, como si él fuera el McMurphy que llegaba del otro lado del muro a “sanarse†a una clínica, dispuesto a engañar a todos para “escaparseâ€, pues en la “clínica†(esa tan ansiada “Américaâ€) parece que las ataduras son más holgadas, o eso le contaron (“Medication timeâ€).
Tal cual, la película da cuenta de lo que Forman tenía dispuesto para sí: “escapar†de su idea de comunismo, entrando de lleno a su idea del capitalismo “liberadorâ€, y tal cual queda representado en la película, parece que al buen Milos le lavaron el cerebro, pero no como a McMurphy a la de a huevo, sino con todo el consentimiento del mundo. Y queda expresado en el propio filme, cuando en la última secuencia de Atrapado sin salida el punto de vista desde el cual vemos al Jefe correr por el campo, llevándose consigo “el alma rebelde†de su amigo perversamente anulado, es desde dentro del hospital.
La cámara, es decir el director, decide quedarse con el cuerpo descerebrado y ya hecho carroña para los doctores, antes que seguir al único que sí estaba tomándole el pelo al sistema, el indio autobloqueado, el indio americano que jugaba al loco mudo ¿autista? para no verse afectado por la cultura que ve como amenaza a su individualidad, su fuerza irreductible y, a decir verdad, vacua.
McMurphy es un síntoma de la subversión mal entendida, y por ello es el medio ideal por el cual la represión sintomática se sustenta. Parece que fue encarcelado por violar a una jovencita y ser violento, pero en función de su estadía en el hospital psiquiátrico (un medio un tanto diverso al de la prisión) se convierte en el gran insurgente del grupo: simpático, provocador, animoso, renuente, el personaje se gana a todos menos a la enfermera Ratched (Medication time), representante del sistema autoritario dentro del ordenamiento de ese microcosmos al que se adentra el delincuente que ¿alegó o le detectaron? locura dentro de la prisión. Al final, luego de una grata odisea por el nido del cucú (metáfora del hospital y, yo diría, del mundo en sí), las estentóreas e incluso empáticas poses de este personaje serán acalladas y no faltará quien lo justifique.
Sin embargo, aunque McMurphy sí es presentado como un detestable prisionero atrevido y un loco extraviado en una realidad que no le corresponde, es el personaje que abrazan no sólo los loquitos del lugar, sino el público entero (ah, sí, los loquitos del lugar) a lo largo de la película, aunque los lleve a todos a dar vueltas sobre su propio eje. Sus manías e intenciones se convierten en un pivote del espectador dentro del claustrofóbico ambiente que le es presentado desde un inicio –en que vemos un amanecer hosco en un pantano que es atravesado por una luz– y hasta el último cuadro –otro amanecer frío y sombrío en medio de un bosque que se traga al Jefe– como una alegoría de las vidas grises de este mundo. Así, McMurphy, como sostén del filme, es un autorretrato vívido de Forman que todavía muerto a su gusto, al final, se atreve a asomarse afuera para ver cómo la libertad desaparece en medio de las coníferas de Oregon, mientras él se queda comodamente recostado (de nuevo habrá que decirlo, y muerto) en su cama en el mundo al que aspira.
El protagonista de Atrapado sin salida ya era un guiño de lo que el Antonio Salieri de Amadeus sería una oda. Esta vez es el propio Milos, dueño ya para entonces de un nombre propio en Hollywood, quien queda prendado de una pequeña pieza teatral del dramaturgo británico Peter Shaffer llamada Amadeus (1979) y, luego de su fallido filme delaurentista de época Ragtime (1981), convence de nuevo al artífice de su fortuna, Saul Zaentz, de volver a elaborar su definitiva versión de autorretrato, habiendo superado los embates de los Douglas, de Nicholson, de la Academia y de los espectadores por alejarlo de su propia, amada, visión del mundo que en Atrapado... quiso dar.
De nuevo será un manicomio el escenario desde donde todo se mueva. Y de nuevo se hablará de la libertad que se deja pasar conscientemente, aunque ahora desde la creatividad. La anécdota no se cuenta desde un aparente inadaptado social, sino del propio hombre que confía en el estado de las cosas: Antonio Salieri, acomodaticio compositor de la corte del emperador José II de Habsburgo-Lorena, quien narra (confiesa) desde su cómoda silla de ruedas en su cómodo encierro en la casa de los locos, los malestares que le causó Mozart en su arrollador paso por Viena.
Lejos de los tres milloncitos que había costado Atrapado... a Amadeus le quedaron chicos los 18 que le fueron concedidos para medio tratar absurdamente de recrear las óperas del de Salzburgo y quedar medio en ridículo frente a especialistas mozartianos. A Forman no le disgustó nada, finalmente consiguió lo que quiso: hacer partícipe al tumulto de su ingenio para declararse mediocre a lo grande, todo un hombre-masa ortegagassetista hecho y esta vez frente a Dios mismo. Tan es así, tal fue el cariño que le tuvo a esa obra suya, que no quedó satisfecho (en 1984) sino hasta que pudo exhibir y comercializar su propia versión en 2002.
De nuevo vamos a la última secuencia de la película que pasa del clásico campo-contracampo, luz contra sombra, a un amable acompañamiento cadensioso en dollyin-dollyback: la autocondena del viejo Salieri como mediocre frente a su Dios, finamente construído desde la esquizofrenia. El músico que cree estar en perpetua comunicación con Dios, le dice al padre que lo ha padecido toda una jornada en su monólogo atroz que él, Salieri por supuesto, al morir y estar al fin frente a su Dios injusto hablará en nombre de todos los mediocres de la tierra, pues es él su santo patrono, es él el Cristo de la medianía que absuelve a todos los insulsos del mundo, orgulloso de la grisura que le fue dada como mayor virtud divina, glotón de los limítrofes placeres del mundo (siempre buscará los dulces) y gustoso de su culpa idiota de ni poder ser mejor, ni tampoco quererlo, gustoso de estar donde está, acarreado a su medication time lejos de toda autorealización edificante.
Milos-Antonio Salieri-Forman acaba sonriéndole al mundo (otra vez convertido en un manicomio), congraciándose en paz con lo único que puede conseguir: el no ascender a nivel de Mozart, el quedarse anodino a lado de todos sus semejantes (los espectadores, que son también conducidos literalmente en la silla de ruedas a su medication time) sin poder ni querer hacer nada frente a la risa vulgar y burlona del genio musical, Wolfgangus Theophilus Mozart que bien puede ser el desarrollo técnico e intelectual del Jefe que se libera del otro autorretrato formaniano con sus propios medios, pero bajo la tutela del eterno recluido McMurphy.
Mozart muere en la cúspide a los 35 años de fiebre reumática y probablemente sífilis, pero trascendió de manera impresionante gracias a las obras de arte que produjo y a su manejo; Salieri vivió poco más del doble con poco más del doble de gozo que su “adversarioâ€, y poco menos que nadie asume conocer a detalle alguna de sus obras. A Forman le basta.
McMurphy se dejó morir (¿a la misma edad? Más o menos, pues se sabe que Nicholson tenía 38 en el rodaje) joven en la cúspide, antes que vivir en un mundo irrelevante para él, el de las responsabilidades, de los efectos reales de su conducta “insanaâ€, y se queda sereno frente a una revolución asumida, aunque, ya se dijo, vacua del indio que seguramente sufrió todo y murió en crisis, como el Mozart anterior. A Milos le basta.
Este director de cine es el Salieri longevo y triunfalista que se asume muerto-vivo y nunca genial, víctima de una lobocetomía que casi él pidió; un artista común que se sirve de su oficio no para trascender y con él quien se refleje en su obra (¿para qué?), sino para ser un recurso cambiario en las salas de cine y que la gente sonría, a pesar de todo, con sus dedos apestosos de maíz palomero.
11.11.12