por Praxedis Razo
Siempre he visto, sin que le debiera extrañar a nadie,
La mosca (Cronenberg, 86) como una gran película del corazón, un gran romance entre el gran científico Seth Brundle y la periodista llorona Veronica Quaife, y como en toda gran historia de amor, la pasión debe traducirse en poesía, la metamorfosis del científico también sucede a nivel de las ideas, que se densifican a lo largo de la obra.
Hay un momento de esta gran película (asquerosa, como todas las de amor) en que la metamorfosis de Seth es evidente –él mismo se comienza a llamar Brundlemosca– y la lira aparece por breves momentos. El hombre-mosca comienza a sentir cambios bruscos en su cuerpo y le confiesa a su novia, la periodista, que será víctima del “caos y la revolución de la célula”, que se va a desintegrar de este mundo –de forma muy original, por supuesto, Âżquién lo duda? –, pero que finalmente morirá como nunca lo hubiera previsto, de la manera más cruel y dolorosa posible. No obstante, más adelante, le pide a la chica que escriba un gran libro para los niños del futuro, y hasta sugiere el título:
La vida y tiempos de Brundlemosca, que tratará del modo de vida que lleva un hombre durante su metamorfosis.
Ella atiende todos sus requerimientos, sin hacer mucho aspaviento por el deterioro de su novio, hasta que llega una noche, después de que a Brundlemosca se le caen los dientes en que se da cuenta de lo obvio: el hombre ha dejado de existir. Sin embargo, las palabras que usa en ese monólogo son dignas de recordarse siempre, como el testimonio de una pasión malentendida entre una mosca de 92 kilos y una menuda damita superurbana, y a continuación los transcribo.
Después de que se le caen los dientes sobre el teclado de la computadora (el Telepod, ese otro gran protagonista de la película), Brundlemosca los recoge y los lleva a la vitrina que hay detrás de todo espejo del baño, mientras pronuncia este gran soliloquio:
“Eres una reliquia y no lo puedes negar. Casi extinto, arqueológico, redundante”, entonces abre la vitrina y comienza a ver los fragmentos que se han caído de su cuerpo, oídos, dedos, uñas, nariz, y continúa refiriéndose a ellos: “Artefactos de antaño, de interés histórico… Mi gabinete es ahora el Museo Brundle de Historia Natural”. Llega la periodista, que trata de explicarle que ha quedado preñada de él, quien, por su parte, no está dispuesto a escuchar y le advierte que tiene que marcharse y nunca más volver ahí, con este gran discurso tenebroso y, finalmente, apasionado:
“¿Has oído hablar de la política de los insectos… Yo tampoco. Los insectos no tienen política. Son muy brutales, no tienen compasión. No podemos confiar en el insecto. Quisiera convertirme en el primer insecto político…”, y ella le dice que no entiende, lo exaspera, “Trato de decirte que soy un insecto que soñó que fue humano y le encantó, pero ahora el sueño acabó. El insecto ha despertado… Trato de decirte que te lastimaré si te quedas”, y se escabulle por las sombras hasta mostrársele a la periodista, debajo del tragaluz.
Este es un momento cumbre de la cinematografía, y ustedes pueden revivirlo mañana en el Autocinema Coyote, donde podrán gozar con la revisión de esta obra de Cronenberg, retomando nuevas ideas del imaginario del terror. Buen provecho:
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