por Praxedis Razo
Arturo de Córdova -su impostación- fue un síntoma del cine mexicano que comenzaba a despojarse de sus impresentables prendas charras, de sus retratos de imposibles mexicanidades en las que cabían tanto la Arcadia del Indio Fernández (entiéndase la alianza entre este realizador con Figueroa y Schoeman), como los finos y discretillos entremeses "provincianos" de Joaquín Pardavé, en los que el espacio y los personajes que lo habitaban dejaban entrever los tibios límites (que no eran lo poco, entiéndase también) de una cinematografía en plenitud de sus años de infancia suave.
Para el cine previo a De Córdova, los actores o eran tótems (Armendáriz, Del Río), o eran sacados de cualquier carpa de zarzuela venida a menos (Negrete, Sarita García). La sola presencia de Arturo -el manejo del porte con 2 metros de hombreras y 30 centímetros de delgada corbata-, y el dinamismo de su dicción entre burlona y seductora, entre yucateca y bonaerense, luego de salir de un muy preciso laboratorio de casa productora, se convirtieron en el rostro fresco de aquellos prolegómenos de la década del 40, hasta alcanzar la possegundaguerra en México, que pareció llegar con el ánimo de un vivaracho, tardío gángster, para el que cualquier cosa parecía “no tener la menor importancia”.
Sin la grandeza y las miserias de Pedro Infante, o las de la dupla dialéctica Cantinflas-Tintán (ambos, habrá que comenzar a verlo así, con brillantes comienzos y finales fatales), Arturo hubiera sido lo que se pretendió detrás de cámaras: nuestro Clark Gabble indiscutible. Por culpa de esos otros figurones antes mencionados, también sintagmas de la representación de la "modernidad" en el México del cine, es que el brillo del yucateco (Arturo de Córdova nació en Mérida) no ha podido trascender más allá de lo anecdótico a nuestras fechas, aunque en su momento causaba revuelo en las taquillas, igual populares, que de estrenos exclusivos. Cuando se estrenó La diosa arrodillada (Gavaldón, 1947), ese elegante drama feudal tan íntimo quasi bergmaniano, ya nuestro actor gozaba de mucho cartel.
De su aparición como personaje discordante en Celos (Boytler, 1935), rodada con un naturalismo feroz por parte del realizador ruso asistente de Eisenstein y enamorado de nuestro país, a la de Gavaldón arriba mencionada, Arturo ya había participado en casi en 40 filmes que igual lo mostraban como galán errante en la primera película en español de nuestra diva vampírica Lupe Vélez, La zandunga (De Fuentes, 1937), como maya trasnochado de nombre Uz (en ese cándido experimento fallido -fuera de la alucinante musicalización de don Silvestre Revueltas- que fue La noche de los mayas, Urueta, 1939), que como el mismísimo Conde de Montecristo (leve acercamiento a la tradición de las grandes producciones gringas en codirección -figura muy rara en la cinematografía mexicana- entre Chano Urueta y Roberto Gavaldón), un registro interpretativo realmente encomiable, aunque pecaba de inocencia por su gesto a ultranza repetitivo en la búsqueda de una voz que le acomodara.
Hasta 1944 De Cordóva fue un dedicado actor en busca de un papel que lo catapultara, incluso probó fortuna en Hollywood sin mucha suerte (Por quién doblan las campanas, Wood, 1943). Fue cuando Julio Bracho, director de gran cartel, le dio la oportunidad de ser un doctor enfebrecido en la psicodramática pieza expresionista Crepúsculo -que había aprendido la lección de realismo urbano y verosimilitud léxica que proponía Alejandro Galindo para nuestro actor en Mientras México duerme (1938), teniendo a Arturo como ampón- que se encontró a sí mismo como actor el de Yucatán, tanto que confundiría en su vida cotidiana su papelón: queda registro de ello en un periodicazo de esos años, donde fue detenido con otro grupo de gente de cine (Banquells, El Chino Herrera, Soto Rangel y Gilberto González) simulando la gran vida de gágsters una noche de apuestas locas (16 de octubre de 1946).
A partir de entonces, el papel a desempeñar ya sería el del perfil citadino de sobriedad aparente, con el que llega al imaginario colectivo. Así lo explotaría hasta el paroxismo del genio Gavaldón, que tanto en La diosa... (vide supra), En la palma de tu mano (1950) y El rebozo de soledad (1952) trataría de sentar la base de la experiencia de desencantamiento moral en nuestro cine, aprovechando al máximo el amaneramiento formal que fue adquiriendo Arturo de Córdova en su personal búsqueda de "galantería".
No debemos olvidar que en su momento se le ligó sentimentalmente con el también actor Ramón Gay, cuyo asesinato pasional en nombre de Evangelina Elizondo devastó a nuestro personaje en 1960 (después sólo daría bandazos hasta acabar en calidad de extra, como "Gobernador" en las tenebrosas garras del furioso Cantinflas en El profe, 1971, horripilante churro que quiere ser didáctico, de acción, antropológico, cómico y ramplón, todo al mismo tiempo y sin conseguir nada realmente).
Antes de su triste fin, no fue sino hasta su encuentro con Luis Buñuel, en Él (1952), que la carrera de Arturo remontaría nuevos límites insospechados hasta para él que concluirían con la década del 50. Continuando su propia genealogía de grisura citadina, ahora el maestro surrealista le imponía el delirio de Otelo para escarbar en el alma de la clase alta, justa divina que el de Calanda había dejado pendiente desde La edad de oro (1930).
Qué buena conclusión de carrera hubiera sido para Arturo El esqueleto de la señora Morales (1959). Cuando Rogelio A. González, fiel pupilo del maestro de maestros Ismael Rodríguez, le propuso a De Córdova el papel del taxidermista en crisis matrimonial permanente, lo hizo, creo, calculando que sólo el yucateco podía dar el ancho para con la sustancia misma del filme ácido: el enfrentamiento del nuevo cine mexicano (que con la nouvelle vague entraría con todo en nuestro territorio) con la antigüedad (marcada por la muerte de Infante en 1957, no olvidar).
Sólo De Córdova, con su carrera kilométrica y su figurín siempre imitado por la cultura varonil de la ciudad capital, hasta por el mismo Carlos Fuentes (cfr. cualquier iconografía), encarnaba todo lo que quería mostrar el director regiomontano de cine, A. González.
La genealogía, las frases repetidas ad náuseam, que se venía inventando Arturo en su filmografía, barro maleable hasta cierto punto en manos de productores y realizadores, iba a dar al traste en la carcajada esperpéntica frente a la calavera de su esposa calculadamente muerta para coronar una vida entregada al celuloide en un mundo para el que cine y espejo eran la misma cosa pervertida.
04.11.13